“Nunca hay que hacer el mal, aunque sea con la excusa de que de ello vendrán bienes”
Hay un ejemplo muy gráfico en el propio Evangelio: Cuando los jefes del Sanedrín discuten la suerte de Jesús y Caifás, sumo sacerdote, para justificar la muerte del Ser más inocente que haya poblado la Tierra, para justificar el que será asesinato legal de Jesús, dice:
“¿No comprendéis que conviene que muera un hombre por todo el pueblo, no que perezca todo el pueblo?” (Juan 11, 50)
Siempre, en la incitación maligna para cometer un mal moral, un crimen, figura la malévola insinuación de que vendrán grandes bienes de ello.
Si elevamos nuestra mirada a lo sobrenatural, de un crimen grave se derivará la condenación eterna (si no media posterior y sincero arrepentimiento) de su autor y de los arrastrados por él. Por tanto si nos remontamos hacia la eternidad cualquier mal moral grave tiene consecuencias espantosas y lejos de tener buenas consecuencias las tiene terribles.
Pero, aun si cerráramos los ojos del espíritu a estas consecuencias sobrenaturales, incluso de tejas abajo, ¿qué consecuencias buenas en el orden meramente terreno cabe esperar de un mal moral?
En el ejemplo de Caifás, el Señor había llorado sobre Jerusalén profetizando que no quedaría piedra sobre piedra. Y, en efecto, las consecuencias del crimen sobre el Inocente y del rechazo a acoger a Dios hecho hombre, fueron el arrasamiento de Jerusalén por los romanos, la destrucción del templo y la deportación de los israelitas que sobrevivieron por los confines del Imperio romano. Es decir que más que salvar al pueblo, el pueblo pereció. O sea, que incluso los pretendidos bienes naturales de una acción mala resultan ilusorios y desmentidos por la realidad.
El padre de la mentira engaña, bajo capa de felicidad y de bien, para inducir al mal, al crimen, ya sea prometiendo el paraíso en la tierra con tal de que se liquide a tal clase social, o a los miembros de tal raza o religión, ya sea prometiendo la felicidad personal si con el aborto se mata al propio hijo, etc.
En muchos filósofos mundanamente famosos se aprecia cómo justifican determinados crímenes morales, es decir cómo su pensamiento es corrupto: así Hegel justificaba los crímenes de Napoleón y lo ensalzaba de modo sutil e intelectualmente alambicado. O Marx alababa la despiadada “dictadura del proletariado”. Todos ellos, bajo apariencia de bien, divinizaban o mitificaban acciones perversas y crueles que aterrorizarían a un niño.
¿Así pues, cuántas palabras e ideas se necesitan para justificar un crimen?
Vale más un hombre o una mujer que rechazan con sana intuición cometer o ser cómplices de una acción perversa, que un gran pensador, según el mundo, que contamina su pensar, siempre so capa de bien, aprobando tal o cual crimen espantoso.
Y en nuestros días hay no pocos intelectuales que se deleitan presentando dilemas éticos capciosos que tienen el común denominador de justificar un mal moral aduciendo sus halagüeñas (y falaces) consecuencias.
Es la cantinela de siempre del maligno: Comed del árbol del bien y del mal y seréis como Dios. En cambio, Adán y Eva, seducidos por el diablo, probaron la muerte y un sinnúmero de calamidades, aunque una tradición nos dice que la misericordia del Señor los sostuvo y se salvaron: O sea que el mayor pecador si recapacita y se vuelve a Dios puede ser perdonado ya que la misericordia de Dios para con los arrepentidos es infinita, no tiene fondo.
Hay también variantes del perverso razonamiento aludido que se visten con ropajes seudo-científicos. Así se justifica el aborto o la destrucción de seres humanos en su primer estadio, la destrucción de embriones humanos, porque así se será más feliz o se curará tal enfermedad. O se programan máquinas de modo diabólico ya que parten, teóricamente para minimizar riesgos, de que hay que activamente destruir la vida de un inocente, porque así pretenden se salvarán muchas otras vidas. No pueden dejar de resonar las palabras de Caifás, que citábamos al principio: “Conviene que muera un hombre en vez de todo el pueblo.”
Y volvamos a afirmar que el programador consciente de tales secuencias, y sus sustentadores, cometen un grave pecado cuyas consecuencias sobrenaturales son terribles para él y para sus seducidos. Y en cuanto a sus consecuencias naturales, pueden ser también espantosas, ya que Dios además de ser misericordioso es también justo. Los planes en la perversa dirección señalada nos acercarían a la instauración de una sociedad dirigida por la tiranía del Gran Hermano, que suprimiría la libertad humana e induciría a comer del árbol del conocimiento del bien y del mal, induciría a ser cómplice de crímenes horribles.
Mas a esto hay que comentar que vale más perder la vida que la propia alma, que el hombre ha sido creado libre por Dios y que cercenar su libertad, en aras de supuestos bienes sociales, es convertir a un hijo de Dios en un tornillo de una gran maquinaria, en el fondo diabólica.
La verdad os hará libres, dice el Evangelio. Y llamar mal al mal y bien al bien nos libera y nos da fuerzas para abrazarnos al Bien con mayúsculas, que es el mismo Dios, fuerza sabia, bondadosa, invencible y eterna.
Javier Garralda Alonso