SED ESPIRITUAL
A la sed física le responde el agua ¿la sed de felicidad no tendría respuesta?
¿El hombre un ser equivocado?

Vemos que en todos hombres se da una aspiración a la inmortalidad, a la felicidad y a la paz verdadera.
Y comprobamos en la Naturaleza que para toda aspiración natural existe algo que la satisface. Así el animal tiene sed y el agua existe; tiene hambre y existe la comida.
¿Sería el hombre la única criatura equivocada, que por su naturaleza buscara la inmortalidad, la felicidad y la paz y éstas no existieran, no fueran sino deseos ilusorios? Esto repugna a la razón que comprueba que todo deseo natural tiene su correspondiente satisfacción. [Cfr. “La medida está colmada”, Mons. Ottavio Michelini, 2000, tomo III, págs. 159-161]

También es verdad que esa naturaleza del hombre trasciende la naturaleza animal y material. Sus deseos y aspiraciones son de otro reino (sobrenatural). La naturaleza del hombre no es sólo material sino también espiritual. ¿Cuántas palabras vacías emplean los sicólogos ateos para explicar el gozo por el bien cumplido y el remordimiento por el mal realizado?

La ofensa que se nos hace por carta o por teléfono y que nos causa tan vivo sufrimiento no ha golpeado ninguna parte de nuestro cuerpo, sino que ha herido más bien nuestra alma. [Ibidem, pág. 156].
Pues bien si el animal que tiene sed sabe instintivamente que existe el agua y la busca hasta encontrarla y saciar su sed, el hombre que tiene sed de Dios ha de buscarlo con la seguridad de encontrarlo. En efecto, sólo en Dios encontrará satisfacción a sus anhelos de inmortalidad, felicidad y paz que no sea de este mundo.

Estas verdades tan evidentes, a veces se vuelven oscuras. Esta luz a veces no es percibida. Es como si la razón y el embrión de fe resultaran oscurecidos por espirituales cataratas. Es como si el hombre, como animal enloquecido, buscara el agua en el desierto. El animal sano se deja guiar por su instinto y da con el agua aunque esté escondida. Del mismo modo el hombre sano se deja guiar por su vista espiritual y da con la luz.

Pero si amontona objetos opacos ante sus ojos, impide el paso de la luz y no puede descubrir dónde se halla su salvación, su salud.

En realidad, para llegar a la Verdad no es precisa una inteligencia superior, sino una inteligencia alumbrada por una mínima bondad, por una mínima buena voluntad. Ya que está dicho que vale más la bondad que el saber. Y quien busca con ojos buenos, con amor, halla la luz que está deseando iluminar a todo hombre [Cfr. “El Hombre-Dios”, María Valtorta (3-8-1945)].

Hemos dicho que el hombre tiene aspiraciones a la felicidad, a la paz y a la inmortalidad. No es preciso demostrar la aspiración a la felicidad, y a la paz como aspecto de ella. Y que la aspiración a la inmortalidad es también patrimonio de todo hombre queda de relieve por algunos casos pintorescos:
Así saltó a los medios de comunicación cómo una joven en sus últimas voluntades pedía que su cuerpo fuera conservado con una modalidad de congelación a la espera de que la ciencia en su avance la retornara a la vida años más tarde. También un renombrado científico, o seudo-científico, dejó a todo el mundo estupefacto al asegurar que, dado el avance exponencial de la ciencia, dentro de 30 años (“sic”) se alcanzará la inmortalidad del hombre.

Ahora bien, si de algo podemos estar seguros es de que hemos de morir, por tanto la satisfacción del instinto de inmortalidad se conseguirá más allá de este mundo, como Dios ha establecido en su sabiduría infinita.

Y acabemos refiriéndonos a este tema en la Biblia: Hay un salmo, el 49 (ó 48), que nos habla de que ningún hombre puede comprar su vida “no hay dinero que valga” y se nos afirma que todos moriremos: “Nadie puede rescatar su vida de la muerte, nadie puede dar a Dios su precio” (versículo 8).
Pero el salmista tiene una esperanza firme de que vivirá con Dios, de su inmortalidad en Dios: “Pero Dios rescatará mi alma del poder del abismo, porque me elevará a Sí” (versículo 16) (Otra traducción: “Pero a mí Dios me rescatará la vida de las garras del reino de los muertos para tomarme con Él”).

Javier Garralda Alonso