Homilía en el vídeo: minutos 27:51 a 48:02
TEXTO DE LA HOMILÍA
HE VENIDO PARA QUE TENGAN VIDA
Homilía en la Santa Misa del cuarto Domingo de Pascua

Catedral-Magistral de Alcalá de Henares

            Esta misma semana recibí un mensaje de la Congregación de Oblatas de Cristo Sacerdote, fundadas por el que fue Arzobispo de Valencia, el Siervo de Dios José María García Lahiguera, en el que se me decía: «Esta madrugada el Señor ha llamado a su presencia a la Madre María Pilar, tan querida de todos. […] ha sido de un modo doloroso por sus circunstancias, por el sufrimiento que ha conllevado para ella y para todos. No hemos podido estar a su lado ni podremos ir a su entierro. Todo esto hace que tengamos el corazón acongojado, sobrecogido. El Señor nos ha concedido esto, compartir el sufrimiento de tantas personas que están viviendo situaciones parecidas o peores y nos ha ayudado a rezar por ellas».

Convocados para orar por las víctimas de la pandemia

            He querido comenzar esta homilía con el testimonio de estas religiosas de Madrid para que todos – los que estáis aquí en la Catedral Magistral de Alcalá de Henares y los que estáis siguiendo desde vuestras casas la retransmisión de esta Santa Misa – seamos conscientes de que nos hemos convocado para rezar por todos los fallecidos en España y en otros lugares como consecuencia de esta pandemia. Hoy, cuarto domingo de Pascua, la Iglesia católica celebra el día de Jesucristo, el Buen Pastor, junto con la Jornada por las vocaciones. Las hermanas oblatas fueron fundadas para orar y ofrecer su vida por los sacerdotes. Por eso en el mensaje al que he hecho referencia decían las hermanas: La Madre Pilar «fue ingresada en el hospital el día de la Resurrección. Al ingresar dijo: ‘El Señor nos puede pedir todo, somos oblatas. Lo que Dios quiera… me ofrezco por los sacerdotes y por la Iglesia’. En los últimos días añadió: ‘antes de Pascua he estado pidiendo la entrada en el corazón de Cristo para participar de sus sentimientos y ahora… es tremendo. ¡Como sufrió Cristo! Mi pobreza es grande, pero está todo dado con disposición de amor. Yo me abandono a su Voluntad y lo que El quiera. Si El quiere llevarme, yo contenta’. Sabiendo que todos rezábamos por ella dijo: ‘Gracias por sostener mi impotencia’. Y unas horas antes de entregar su alma al Padre escribió un sms: ‘Jesús. Presiento mi última noche. Gracias mi Dios por unirme tan profundamente al dolor justo de tu entrega en la Cruz’.»

            La grandeza de la fe cristiana

            Esta es, queridos hermanos, la grandeza de la fe que, como nos enseña San Juan, es nuestra victoria sobre el mundo (1 Jn 5, 4). Como habéis podido comprobar, la Madre María Pilar, aunque estaba aislada, no murió sola, murió acompañada por la oración a distancia de su comunidad religiosa y en diálogo amoroso con el Pastor Bueno que no abandona nunca  a sus ovejas. Así lo hemos cantado en el Salmo: «El Señor es mi pastor, nada me falta […] Aunque camine por cañadas oscuras nada temo porque tú vas conmigo: tu vara y tu cayado me sosiegan» (Sal 22).

            La muerte ha sido derrotada

            Para cualquier persona no hay cañada más oscura que la muerte, pero ésta ha sido derrotada definitivamente. Nuestro pastor, Cristo el Señor, nos acompaña a todos en la hora de la muerte. No nos deja solos y es el único que nos regala la victoria de la resurrección. Tanto es esto así que San Francisco hablaba de la «hermana muerte» como tránsito obligatorio para encontrarnos con la Vida y entrar allí donde no habrá llanto, ni luto, ni dolor» (Ap 21, 4). El Señor no se complace, queridos hermanos, en la muerte de nadie (Cf. Ez 18, 32). La muerte ha entrado en el mundo por el pecado (Cf. Rm 5, 12), pero Cristo, como hemos escuchado en el Evangelio, «ha venido para que tengamos vida, y la tengamos abundante» (Jn 10, 10). Esta vida es la gracia de la filiación divina que nos hace herederos de Cristo y nos destina a la gloria del cielo. Es más, esta vida, que consiste en conocer el Amor de Dios (Cf. Jn 17, 3), ya comienza en este mundo porque, como nos enseña Jesús, «el que cree en mí tiene vida eterna» (Jn 13, 3). Se trata, pues, de un conocimiento amoroso que nos vincula a Dios y nos hace vivir en pertenencia al Autor de la vida.

            El Buen Pastor conoce nuestro sufrimiento

            El sufrimiento de las Hermanas Oblatas ha sido un sufrimiento que, como nos decían, «nos ha sobrecogido y hace que tengamos el corazón acongojado». Es el mismo sufrimiento de tantas personas y familias que no han podido despedir a sus seres queridos ni han podido escuchar una sola palabra de sus labios. Es más, ni siquiera los han podido ver. Son temas tremendos que nos tienen que cuestionar profundamente. Enterrar a los muertos es un signo de civilización; sufrir con ellos y consolarles es un criterio de humanidad y además «orar por los vivos y difuntos» y «enterrar a los muertos» son dos obras de misericordia.

            Hoy, en esta Eucaristía, queremos recoger todo el sufrimiento de nuestras familias y todas las lágrimas derramadas por los difuntos para presentarlas al Padre, junto con el cáliz de la Sangre de su Hijo, que es el precio de nuestra redención. Lo hacemos con la convicción de que Jesucristo, el Buen Pastor, nos conoce a todos por nuestro nombre y que nosotros conocemos su voz y por eso lo seguimos. Así lo hemos escuchado en el Evangelio de hoy: «las ovejas atienden a su voz y él va llamando por su nombre a sus ovejas… y camina delante de ellas, y las ovejas le siguen porque conocen su voz» (Jn 10, 3-4).

            Jesús es la puerta, tiene palabras de vida

            Antes, Jesús nos ha explicado que El es la puerta por donde hemos de entrar para alcanzar esa vida y felicidad que todos buscamos. «En verdad, en verdad, os digo: yo soy la puerta de las ovejas. El que no entra por la puerta en el aprisco de las ovejas, sino que salta por otra parte, ese es ladrón y bandido… Todos los que han venido antes de mí son ladrones y bandidos; pero las ovejas no los escucharon» (Jn 10, 7-8). Entrar por esta puerta es alcanzar la salvación que se ofrece en el redil que es la Iglesia, donde escuchamos su Palabra y recibimos los sacramentos que nos dan su vida. Por eso, ante esta situación penosa y oscura que estamos viviendo en España con la pandemia, hemos de agradecer el legado de la tradición católica de nuestro pueblo, convencidos de que solo en Jesucristo está depositada nuestra esperanza. Todas las demás personas, ante la muerte solo podemos tener palabras de consuelo humano, de cercanía y de compasión con los que sufren.

            El único que tiene palabras de vida eterna es Jesucristo, el vencedor del pecado y de la muerte, el que nos regala su victoria por medio de la fe y el bautismo. Siendo él la puerta por donde hemos de entrar en la vida, dijo además: «Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá» (Jn 11, 25). Por eso hoy recibimos como buena noticia la predicación primera de San Pedro que con valentía puesto en pie con los once apóstoles declara: «Con toda seguridad conozca la casa de Israel, que al mismo Jesús, a quien vosotros crucificasteis, Dios lo ha constituido Señor y Mesías» (Hech 2, 36). «A este Jesús Dios lo resucitó, de lo cual todos nosotros somos testigos» (Ib. 2, 32).

            El título de Kyrios (Señor) significa la soberanía de Dios sobre la vida y sobre la muerte. Así lo entendieron los que escuchaban a Pedro, quienes al oír sus palabras «se les traspasó el corazón» (Hech 2, 37) y preguntaron inmediatamente: «¿Qué tenemos que hacer, hermanos? Pedro les contestó: convertíos y sea bautizado cada uno de vosotros en el nombre de Jesús, el Mesías, para perdón de vuestros pecados, y recibiréis el don del Espíritu Santo. Porque la promesa vale para vosotros  y para vuestros hijos, y para los que están lejos, para cuantos llamase a sí el Señor Dios nuestro» (Hech 2 37-39).

            Desenmascarado el individualismo

            La situación que estamos viviendo en estos momentos también ha puesto a prueba y ha traspasado nuestros corazones y asimismo ha puesto en evidencia muchas cosas. Algunos han destacado acertadamente que la pandemia ha desenmascarado totalmente al individualismo promovido por la cultura dominante. La exaltación del individuo y de la autonomía radical de la libertad sin el contenido de los bienes básicos naturales de toda persona ha resultado ser una falacia. Hoy todos somos conscientes de la interdependencia de los unos con los otros y de que no se puede prescindir de los vínculos naturales que nos identifican: el matrimonio, la familia, la tradición, la religación con Dios y el amor a la tierra de nuestros padres. La gran respuesta a todo tipo de crisis como la pandemia pasa necesariamente por la familia y por una sociedad fraterna donde nos reconozcamos todos como hermanos porque procedemos del mismo Padre: Dios nuestro creador y redentor.

            Constatar la fragilidad humana

            Esta crisis ha puesto también en evidencia la fragilidad humana y el deterioro de la jerarquía de los bienes de la persona que solo sabe ordenar la religión. Por encima del gusto por las cosas, el bienestar y la utilidad están los bienes morales que definen lo específico de la persona y la cúspide de todos ellos es el bien espiritual y trascendente. Para afrontar con lucidez el sufrimiento hemos de recuperar el sentido trascendente de la vida y la esperanza en un destino eterno. Mirada la vida desde la llamada a la gloria y a la felicidad eterna, no tenemos por qué ocultar la muerte y por tanto, con todas las medidas sanitarias oportunas, hemos de favorecer el acompañamiento de los difuntos. Sólo quien mira la muerte de frente conoce la estatura de sí mismo y alcanza la sabiduría y el arte de vivir.

            Conversión profunda del corazón

            La soberbia del llamado Occidente, que ha caminado desde el olvido de Dios a afirmar la seguridad en sí mismo, en la ciencia, en la tecnología, etc., también se ha visto golpeada por esta situación no prevista de la epidemia. Ello, en vez de revolvernos contra Dios, nos invita a una conversión profunda del corazón como ocurrió con los que escuchaban la predicación de Pedro. España necesita volver a las aguas limpias del Evangelio. España necesita a Cristo, el Buen Pastor. El mismo apóstol exhortaba a sus oyentes diciendo: «salvaos de esta generación perversa» (Hech 2, 41). Para ello, como hicieron los primeros cristianos, hemos de volver la mirada al que atravesaron: «El, nos recordaba la segunda lectura, llevó nuestros pecados en su cuerpo hasta el leño, para que muertos a los pecados, vivamos para la justicia. Con sus heridas fuimos curados. Pues andabais errantes como ovejas, pero ahora os habéis convertido al Pastor y guardián de vuestras almas» (1 Ped 2, 24-25).

            El Buen pastor nos invita a la alegría

            En este tiempo de pascua el Buen Pastor nos invita a la alegría y a la esperanza. Continuamente estamos escuchando el canto del Salmo: «la piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular… este el día en que actuó el Señor, sea nuestra alegría y nuestro gozo» (Sal 118, 122-24). Todo el edificio de nuestra vida personal, familiar y social descansa, en efecto, sobre la roca que es Cristo. Ahora que se nos invita eufemísticamente a una «nueva normalidad» y a la «reconstrucción de España» es bueno que volvamos el corazón a Dios y escuchemos la voz del salmista: «Si el Señor no construye la casa en vano se cansan los albañiles, si el Señor no guarda la ciudad en vano vigilan los centinelas» (Sal 127, 1). Hoy sería dramático querer edificar nuestra casa sobre la arena de una libertad vacía y sin el norte de la verdad. Jesús llama necios a quienes piensan así. Sin embargo dice: «El que escucha estas palabras mías y las pone en práctica se parece a aquel hombre prudente que edificó su casa sobre roca» (Mc 7, 24).

            Reconstruir España sobre la roca que es Cristo

 Sobre la roca que es Cristo, se puede poner en pie a España. Para ello es necesario reconstruir nuestra casa desde la verdadera libertad que se enriquece con los bienes fundamentales de la persona: el respeto de la dignidad de toda vida humana desde su concepción a la muerte natural; la libertad para la educación integral de la persona sin ningún tipo de reduccionismo antropológico; recuperar la centralidad de la persona en el mundo del trabajo y la actividad humana; favorecer el deber y el derecho al trabajo, el reconocimiento de la familia como sujeto social y «sociedad soberana»; procurar el cuidado de los débiles, vulnerables y empobrecidos. Del mismo modo hay que promover el respeto exquisito de la libertad religiosa y de culto, cuidando esmeradamente los derechos y deberes de la conciencia moral, el ejercicio de la caridad política y la búsqueda del bien común. En definitiva, se trata de recuperar los grandes principios y criterios de la moral social o la llamada Doctrina Social de la Iglesia.

La Virgen, nuestra Madre, intercede por nosotros

            Haciendo todo esto posible con la gracia de Dios, honraremos a nuestros hermanos difuntos sabiendo que su esfuerzo por levantar a España no fue en vano. A la Virgen Santísima, la Virgen de Pascua, le pedimos que sea la abogada defensora de todos nuestros difuntos, que asista a nuestros políticos, que cuide de todos los que trabajan en el campo de la salud, de todos los que nos protegen y cuidan, que interceda por todas nuestras familias y que nos regale la sabiduría de la humildad. Ella, que se llamó la esclava del Señor, es la mujer libre, nuestra Madre. Hace quinientos años, el 19 de abril de 1520, estando un sacerdote de mi pueblo, Cocentaina, celebrando la Santa Misa, observó que en el cuadro del retablo que representa el rostro de la Virgen se hacía presente un sudor sanguíneo. Observado el hecho por los jurados del pueblo, se redactó un acta notarial en la que se especifica que contaron veintisiete lágrimas que derramaba el rostro bellísimo de la Virgen. Hoy, como entonces, la Virgen se suma al llanto de sus hijos. Jesús nos la entregó en la cruz como Madre nuestra. Ella viéndonos afligidos, viéndonos en apuros y sumidos en el sufrimiento, vuelve a suplicar a su Hijo: «No tienen vino» (Jn 2), les falta la alegría. Confiando en ella escucharemos de nuevo sus benditas palabras: «Haced los que El os diga» y el milagro en España será posible. Amén.

 + Juan Antonio Reig Pla
Obispo de Alcalá de Henares 

3 de mayo de 2020