Para este mes de junio, el papa Francisco ha propuesto el camino del corazón como su intención de oración evangelizadora, con estas palabras: “Recemos para que aquellos que sufren encuentren caminos de vida, dejándose tocar por el Corazón de Jesús”. Se une así a la tradición cristiana que, desde finales del siglo XVII, ha vinculado el mes de junio con una atención especial al Sagrado Corazón de Jesús. Y lo hace con una solicitud preferente hacia quienes más sufren, intención que resuena de un modo singularmente agudo en estos tiempos de pandemia por coronavirus.
Quiero unirme a esta intención y dedicar los próximos párrafos a ofrecer algunas reflexiones al respecto. Me apoyo para ello en dos de los textos evangélicos que, con más frecuencia y profundidad, suelen vincularse con la espiritualidad del Corazón de Jesús.
En primer lugar, unos versículos que el evangelista Mateo pone en labios de Jesús: “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis vuestro descanso. Porque mi yugo es suave y mi carga ligera” (Mt 11, 28-30). ¡Cuántas veces y de cuántas maneras distintas nos hemos sentido cansados y agobiados a lo largo de estos meses de pandemia! En todas esas situaciones, el Señor ha estado presente, acompañando, sosteniendo, aliviando, alentando, ofreciendo consuelo y descanso.
Pienso, ante todo, en el esforzado personal sanitario y farmacéutico que, tras una dura y exigente batalla física y emocional, empieza ahora a notar los estragos del síndrome de estrés postraumático. Recuerdo también a los militares y a quienes forman parte de los Cuerpos de Policía, que han velado por todos, dando lo mejor de sí mismos en esta ardua coyuntura. No podemos olvidar a los que cuidan a nuestros mayores, a los que trabajan en la agricultura, en el sector pesquero, en la limpieza, en los cementerios, en los supermercados, en las cadenas de distribución y transporte, así como a los que ejercen otros servicios auxiliares, que a veces ni siquiera reciben el necesario reconocimiento público. Por supuesto, nuestro afecto se va con los sacerdotes y religiosos, con los periodistas y con los voluntarios, con los miembros de nuestras Caritas, auténticos héroes en estos tremendos días. Un puesto de relieve ocupan todos los enfermos: quienes pasaron la enfermedad en cuarentena domiciliaria, quienes fueron hospitalizados, quienes tuvieron que ser atendidos en unidades de cuidados intensivos (¡y quienes siguen allí!). El Corazón de Jesús también acoge a todos sus familiares. De manera muy entrañable, a quienes viven el confinamiento en soledad, en hacinamiento, en precariedad económica. Cristo tiene desgarrado su Corazón por las personas que han perdido su empleo, por las familias laceradas por los zarpazos de la violencia, por quienes no tienen nada que llevarse a la boca, por cuantos tienen que enfrentar esta pandemia en países empobrecidos, con un sistema de salud tan precario que apenas disponen de respiradores o de oxígeno. Como dicen las Letanías al Sagrado Corazón, el Señor sigue siendo para todos “asilo de justicia y amor”. Otra de las invocaciones se dirige al Corazón de Jesús como “esperanza de los que en ti mueren”. Y, sí, también encomendamos a la divina misericordia a todas las personas que han fallecido por coronavirus, que suman casi cuatrocientas mil cuando escribo estas líneas.
El segundo texto que quiero evocar está tomado del evangelio de Juan y recoge la escena de la lanzada, con el Redentor ya crucificado. Cuando los soldados llegaron a donde estaba Jesús, “al ver que ya estaba muerto, no le quebraron las piernas, sino que uno de los soldados le traspasó el costado con la lanza, y en seguida brotó sangre y agua” (Jn 19, 34). La solidaridad de Jesús con el ser humano es radical, total, plena, llega hasta el final. Él ha cargado con nuestro yugo, conoce nuestras penas y amarguras, ha saboreado nuestros sinsabores. Sabe de nuestras fatigas y lágrimas, de nuestras enfermedades, de nuestros miedos y zozobras, de nuestras dificultades para llegar a fin de mes, de nuestros desalientos en medio del confinamiento. Lo sabe bien, porque los ha experimentado en su propia carne, hasta el punto de tener quebrantado su Corazón, atravesado por una lanza de amor que lo vincula con toda la humanidad, para siempre. Con toda la humanidad, y de un modo preferencial con los más pobres y desfavorecidos, con los más golpeados y menospreciados, con quienes se sienten desamparados, con los que no tienen, en fin, alientos para mirar con confianza al futuro.
Con su propio Corazón destrozado, les dice: “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados”. En otras traducciones podemos leer: fatigados, aplastados, inquietos, trabajados, derrengados, afligidos, sobrecargados y otros sinónimos. Son vocablos que, de una u otra manera, ambicionan expresar que Cristo no ignora ninguna nota de la amplia sinfonía del dolor humano, de ese que todos hemos sentido en este período de pandemia. Es una fuente de paz y esperanza percibir que el Señor no cierra sus ojos a nuestra tribulación ni es sordo a nuestros gemidos. Pero esta certeza es precisamente la que debe infundirnos vigor para levantar nuestro ánimo, salir de nosotros mismos y buscar a quien precisa de nosotros. Todos los que estamos leyendo esto sabemos que hay otras personas aún más hundidas y angustiadas que nosotros, cerca y lejos. A todos ellos, a todos nosotros, el Señor Jesús nos dice, con el Corazón abierto de par en par: “Venid a mí y yo os aliviaré”.
Sacar fuerzas de la fuerza que mana del Corazón de Cristo clavado en la cruz por nosotros y nuestra salvación. Aquí radica la clave de la vida cristiana. Es lo que nos evocan y recuerdan unas palabras del papa Francisco, pronunciadas el 3 de abril de 2016, en su homilía durante el Jubileo extraordinario de la misericordia: “Toda enfermedad puede encontrar en la misericordia de Dios una ayuda eficaz. De hecho, su misericordia no se queda lejos: desea salir al encuentro de todas las pobrezas y liberar de tantas formas de esclavitud que afligen a nuestro mundo. Quiere llegar a las heridas de cada uno, para curarlas”. Estas consideraciones del Santo Padre han de servirnos de bálsamo regenerador, pero también nos han de llevar a ser apóstoles de misericordia con los que tenemos alrededor. Han de liberarnos de nuestra autorreferencialidad para, tocando las llagas de Cristo, ir al encuentro de quienes pasan por pruebas diversas, de cuantos se sienten rotos por dentro, afligidos en el cuerpo y en el alma. Son muchos los hermanos y hermanas que aguardan una muestra de ternura de nuestra parte. No los defraudemos.
Mons. Fernando Chica Arellano
Observador Permanente de la Santa Sede ante la FAO, el FIDA y el PMA