El caso de los países pobres
En ausencia de ayudas internacionales sustanciosas, los países pobres no pueden — o no deben – aplicar el confinamiento sanitario sin flexibilidad. Ya que podrían ser superiores los muertos por la crisis económica que conlleva que las personas salvadas de la pandemia por el propio confinamiento.
No podemos olvidar que muchos de los que viven en países en vías de desarrollo, viven al día y si están sin trabajar, aunque sea en sus trabajos informales, ese día no pueden comer, lo que les encara a morir literalmente de hambre. Dice un brasileño, ex famoso futbolista, Savio Bertoloni: “En Brasil, no puedes quedarte confinado porque no comes” “Brasil tiene 40 millones de autónomos, ¿cómo viven si están en casa? La mayoría de los brasileños tienen que salir cada día a ganarse el pan” (p. 51 de ABC, 8 de junio 2020). Y Brasil no es el país más pobre de entre los en desarrollo. La situación puede ser aún más dramática en países de África y Asia.
Entre los efectos colaterales negativos de las medidas sanitarias contra el coronavirus, figura el riesgo de que, al concentrar los recursos en esta pandemia, se descuiden o detraigan fondos de la atención a otras enfermedades que pueden ser más letales. Enfermedades con mayor virulencia, sobre todo en África subsahariana y Asia (India y Bangladesh) son la malaria, la tuberculosis y el SIDA, Se ha dado la voz de alarma porque se han desviado fondos destinados a combatir la malaria hacia la atención prioritaria del coronavirus. Y estas tres enfermedades—malaria, tuberculosis y SIDA – habrían causado 6 millones de muertes, mientras que en todo el mundo el coronavirus se habría cobrado 430.000 víctimas a día 8 de junio del 2020.
Es cierto que algunas medidas anti-coronavirus son útiles también en el combate contra estas otras pandemias, pero no es menos cierto que detraer fondos de la atención a tales dolencias podría aumentar más las víctimas que las que se salvan por la mayor prevención del covid-19.
La solución teórica parece sencilla: Invertir recursos en la atención del coronavirus hasta que un recurso adicional salve menos vidas que las que se pierdan por los efectos negativos del deterioro económico consiguiente o por la desatención a otras pandemias no menos mortíferas. Aunque esta aparente sencillez no nos debe ocultar la gran complejidad de este problema.
Y abordemos una cuestión desgraciadamente actual: Parece que en la gran movilización por salvar vidas humanas, las voces de la cultura de la muerte deberían callar vergonzantemente. Pero no es así: Los militantes pro-vida están preocupados de que los fondos COVID-19 se utilicen para promover el aborto en la asistencia sanitaria, como proponía una resolución de la ONU, a la que se opuso Estados Unidos (Religión en Libertad, 8-6-2020). Tampoco se detienen los intentos por impulsar la eutanasia. Aparte de iniciativas legales pro eutanasia, se ha planteado en diversos países que los ancianos enfermos de coronavirus fueran discriminados o desatendidos en los cuidados hospitalarios (eutanasia encubierta).
En realidad, el combate contra las desgracias naturales y la digna de aplauso movilización para salvar vidas tienen como apoyo sustancial nuestra conversión personal y colectiva, que conlleva adoptar con entusiasmo la cultura de la vida.
Javier Garralda Alonso