Dra. Raquel Bolton
Signo Digital. Diciembre 2020. Número: 73
Revista del Área Sectores
Acción Católica Argentina
Dentro de la problemática abordada por el Papa en su última encíclica,
una de sus preocupaciones reside en la humanidad “descartable”, ya
sea por “no ser útiles” (como los no nacidos) o por “ya no servir”
(como los ancianos y los enfermos terminales). El Buen Samaritano es
quien se compadece de estos seres humanos a quienes se abandona
al costado del camino de la vida.
El Santo Padre Francisco, el 3 de octubre de 2020, compartió un mensaje para
la humanidad en su carta encíclica Fratelli tutti sobre la fraternidad y la
amistad social, donde, entre otros temas, hace un recuento de las amenazas
acerca de la pérdida de valores, una cultura de descarte y la ausencia de diálogo, que afectan principalmente a los no nacidos y a los ancianos, haciendo mención, asimismo, a una inequidad que favorece el crecimiento de la pobreza.
El mensaje de esta encíclica lleva implícito el objetivo de la bioética, que tiene
a la vida y a la dignidad humana como centro de su estudio, con especial atención a las exigencias contemporáneas que tratan de eclipsar la vida humana.
La necesidad de contar con una reflexión profunda desde las ciencias
biológicas y humanísticas, ante las posibles consecuencias negativas del
desarrollo científico, dio origen a la bioética, una disciplina que a manera de
“puente hacia el futuro” permite una mirada interdisciplinar desde lo científico,
en un marco pluralista.
La extensión de la bioética obedece a diversas causas: una de ellas
corresponde a las prácticas experimentales realizadas durante la Segunda Guerra Mundial y los interrogantes morales sobre esas prácticas en la intimidad de la misma guerra.
A partir de 1970, con la aparición del término “bioética” en un artículo escrito
por el oncólogo Van Rensselaer Potter, titulado “The science of survival”,
comienzan a surgir numerosos centros de estudios, teniendo a la bioética como
una “nueva” reflexión.
Allí se define a la bioética como “Una ética de las ciencias de la salud, que
abarca los problemas de los profesionales de la salud, los que emergen en la
investigación científica, aunque no sean directamente terapéuticos, los que
surgen en las políticas sanitarias o en el equilibrio del ecosistema, definiendo la
bioética como una ciencia que identifica los valores y principios que orientan la
conducta humana en el campo de las ciencias de la vida y de la recuperación de la salud”.
El Papa señala respecto a su encíclica que “las páginas no pretenden resumir
la doctrina sobre el amor fraterno, sino detenerse en su dimensión universal, en
su apertura a todos. Entrego esta encíclica social como un humilde aporte a la
reflexión para que, frente a diversas y actuales formas de eliminar o de ignorar a
otros, seamos capaces de reaccionar con un nuevo sueño de fraternidad y de
amistad social que no se quede en las palabras”1
.
En el campo de las ciencias de la vida y la salud, humanizar la conciencia de
todos aquellos que atienden y cuidan a los enfermos supone hacerse cargo de
una fragilidad en su totalidad. El llamado a una cultura de vida exige una entrega que madura en lo cotidiano y en la proximidad que entraña la escucha y la capacidad de compartir. Francisco hace una invitación a cada cristiano a
descubrir lo celebrativo de un encuentro con el Señor.
El enfermo está en una situación de máxima fragilidad; él es el protagonista
de su propio dolor. El sufrimiento que genera esta situación da lugar a diferentes sentimientos que se exteriorizan en ansiedades y miedos, ante una situación que desestabiliza a la persona sufriente. La capacidad de detenerse y de conmoverse frente al sufrimiento genera una actitud de apertura y disponibilidad que permitirá acompañar la realidad del dolor.
La bioética responde a tener presente el diálogo, buscar el bien común y abrir
espacios que permitan vivir desde la formación científica los distintos carismas
con espíritu de verdadera caridad y con sentido de unidad en la diversidad.
El cuidado a la vida tiene un alto valor, como bien primario y fundamental de
la persona humana; una lectura ontológica podrá individualizar sus dos
propiedades esenciales: identidad e integridad, analizando el grado de
compromiso en el proceso de la enfermedad.
La identidad se mantiene en el tiempo, individualizando rasgos fundamentales
que revelan el ser más perfecto que existe en la naturaleza, con una dimensión
emocional y espiritual que a lo largo de la vida sufre variaciones, aunque
permanece siempre el yo personal, que sigue siendo el mismo.
La integridad está dada por todo aquello que forma parte de la persona
humana, especialmente los que se expresan: el cuerpo es uno de ellos. No hay
diferencia sustancial entre una persona que goza de un “completo bienestar” y
otra enferma, la que, por estar viva, mantiene siempre su plena dignidad.
Pensar lo contrario significaría que la dignidad humana dependería de la condición de salud.
El Santo Padre menciona que muchas veces se percibe que, de hecho, los
derechos humanos no son iguales para todos: “el respeto de estos derechos «es condición previa para el mismo desarrollo social y económico de un país. Cuando se respeta la dignidad del hombre, y sus derechos son reconocidos y tutelados, florece también la creatividad y el ingenio, y la personalidad humana puede desplegar sus múltiples iniciativas en favor del bien común”2
.
Un nuevo paradigma cultural muestra cómo conductas delictivas y no
reconocidas por el sentido moral llegan a ser respetadas y permitidas: el aborto
y la eutanasia son los temas más debatidos en distintos países del mundo.
Todo principio desde lo ético o moral es un juicio práctico que conlleva la
aceptación de un valor. Cuando hacemos referencia a los temas de la vida, ese
valor es la propia dignidad.
A través de una formación bioética que privilegia la persona humana en todas
sus etapas se puede llegar a comprender que los valores éticos y la dimensión de servicio pueden crear espacios de diálogo con una cultura que no privilegia la vida naciente y el final de la vida.
El Papa afirma que hay partes de la humanidad que parecen sacrificables “en
beneficio de una selección que favorece a un sector humano digno de vivir sin
límites. En el fondo ‘no se considera ya a las personas como un valor primario
que hay que respetar y amparar, especialmente si son pobres o discapacitadas, si «todavía no son útiles» –como los no nacidos–, o si «ya no sirven» –como los ancianos–. Nos hemos hecho insensibles a cualquier forma de despilfarro, comenzando por el de los alimentos, que es uno de los más vergonzosos’”3
.
En el inicio de la vida, el recién concebido tiene características propias con
patrimonio genético único e irrepetible, que lo individualiza como exclusivo de
la especie humana. Este nuevo genoma posee una finalidad biológica que le es
propia, dándole identidad de fin en sí mismo.
La experiencia de la propia finitud y las preguntas sobre el sentido de la vida
llevan a la persona en el final de la vida, en algunas circunstancias, a replegarse sobre sí misma, estrechando su horizonte a la propia habitación ante la limitación de sus movimientos provocada por la enfermedad.
La encíclica nos invita a que miremos el modelo del Buen Samaritano: “La
parábola nos muestra con qué iniciativas se puede rehacer una comunidad a
partir de hombres y mujeres que hacen propia la fragilidad de los demás, que no dejan que se erija una sociedad de exclusión, sino que se hacen prójimos y
levantan y rehabilitan al caído, para que el bien sea común. Al mismo tiempo, la
parábola nos advierte sobre ciertas actitudes de personas que sólo se miran a sí mismas y no se hacen cargo de las exigencias ineludibles de la realidad humana”4
.
Reflexionar a la luz de valores y principios desde una bioética con mirada
cristiana nos introduce en el misterio de aquel hombre sensible al sufrimiento
ajeno que “se conmueve” ante la desgracia del prójimo, para socorrerlo en su
necesidad.
La presencia de la enfermedad nos obliga a ver las limitaciones del cuerpo e
interpretar su lenguaje. Muchos encuentran en ella un motivo para un examen de conciencia; otros pueden descubrir en ella la presencia de un Dios misericordioso que se hace presente acariciando las heridas.
El que escucha se transforma en espacio de amor de Dios, para que otros
puedan abrirse y sentirse contenidos y comprendidos. Compartir con alguien una intimidad dolorosa es hacerse prójimo para ofrecer un hospedaje y dar la posibilidad de un diálogo sanador.
1 FT, 6.
2 FT, 22.
3 FT, 18. El Papa cita su discurso al cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede del 11 de
enero de 2016, disponible en:
francesco_20160111_corpo-
4 FT, 67.