« Y así como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así también es necesario que el Hijo del Hombre sea levantado, para que todo aquel que en él cree no se pierda, sino que tenga vida eterna » (Juan 3, 14-15).
Hemos llegado a la fiesta de la Pascua, día en que la Iglesia nos invita, cada año, desde hace casi 2000 años, a levantar la cabeza para contemplar al Señor, muerto para vencer a nuestra muerte, resucitado para introducirnos en la vida eterna. Hace un año, estábamos en plena contención, el virus había despegado en todos los continentes, y el Papa Francisco celebraba la Pascua, solo, ante una Plaza de San Pedro desierta, por el Mundo. Por primera vez desde el primer día de Pascua, en el 33 d.C., el pueblo cristiano no se reunía en las iglesias para acompañar al Señor en su Pasión y Resurrección, y la celebración de este Día Santo estaba confinada en las casas. Pero esperábamos con cierta ingenuidad que la epidemia que arruinaba todos nuestros planes y perturbaba profundamente la vida de la Iglesia se agotara, permitiendo un «retorno a la normalidad» desde el otoño. El virus decidió otra cosa, y nos muestra el peligro de subestimar estas fuerzas de lo vivo que habíamos creído dominar de manera definitiva… Nos muestra también, indirectamente, el hecho negativo de que tan pocas oraciones hayan subido, durante este período, hacia el Señor para implorar su misericordia y su perdón.
Cuando el pueblo hebreo, caminando por el desierto, había murmurado contra Dios, se había visto invadido por las pequeñas serpientes con el aguijón ardiente, antepasados de nuestro SARS-Cov.2, y gemía sin esperanza de deshacerse de ellos. Entonces Moisés había hecho levantar la serpiente de bronce, antepasado del caduceo médico. Los que levantaban la cabeza, con fe, hacia esta serpiente, eran curados. Como nos dice san Juan, la serpiente de bronce, hoy para el mundo es el Señor de la Pasión, elevado de tierra, signo de la Misericordia. Entonces, en este santo Día de Pascua, levantemos también nuestra mirada, en la fe, hacia el Señor en la cruz. Oremos a Él en nombre del Mundo, por el Mundo, un Mundo rebelde bañado en pecado, un Mundo sometido a las mordeduras ardientes del SARS-Cov.2, y que ya no sabe cómo deshacerse de él.
El papel desempeñado por los médicos en este período en la lucha contra el SARS-Cov.2 es fundamental. La profesión se ha mostrado responsable, fiel a su vocación. Se habla a menudo a esta propuesta de «heroísmo». La palabra está mal escogida porque se refiere a un acto momentáneo, ejemplar, realizado rara vez por algunas individualidades de excepción. Ahora bien, es el cuerpo médico, es el cuerpo de enfermeras y de enfermeros, en su conjunto, el que hace frente, con constancia y perseverancia, sin publicidad ni grandes discursos, a la situación difícil creada por la afluencia de enfermos de la COVID-19. Si médicos, enfermeras y el personal sanitario se muestran a la altura de la epidemia y asumen una carga a veces muy pesada en los centros de reanimación y de cuidados intensivos, no es porque sean «heroicos», es porque responden a su vocación, y que esta edificante respuesta ha sido preparada por el ejercicio cotidiano, de su profesión. Esta fue para ellas y para ellos, desde el principio, una opción por la entrega desinteresada de sí, al servicio del enfermo. El cuerpo médico, las enfermeras y todo el personal sanotario dan hoy una lección silenciosa de humanidad a un mundo que sigue estando marcado por la feroz defensa de los intereses individuales y un débil sentimiento de solidaridad.
Los médicos cristianos deben ser, allí donde se encuentran, la levadura – parecen con gusto las enzimas o el ARNm, de esta actitud responsable y noble del cuerpo médico. No es fácil de mantenerla y la debilidad humana se hace sentir a menudo cuando la tarea se vuelve pesada, ininterrumpida, fatigosa. Razón de más para ir a Cristo en la cruz, para apoyarse en él. Si confiamos en él, nos dará ese «más» que viene de la oración, en la Fe, y permite atraversar (si no desplazar) las montañas. En estos días en que celebramos al Señor, muerto y resucitado, vayamos a la serpiente de bronce erigida sobre el desierto, alcemos nuestra mirada hacia él, levantada sobre el mundo, pidamos a él la curación de nuestras quemaduras de serpientes, oremos por nuestros hermanos. Seamos mujeres y hombres de esperanza y perseverancia, por la profesión, por el mundo.
Padre Jacques Suaudeau
Asistente Eclesiástico de la FIAMC