21 marzo de 2023
Durante el tiempo de Cuaresma, se nos invita a considerar el pasaje de las pruebas de Jesús en el desierto. Tanto en la versión de Mateo como en la de Lucas, la primera tentación es la de convertir las piedras en pan (Mt 4,3; Lc 4,3). Viene a ser el engaño de querer usar una varita mágica para resolver nuestros asuntos: en el peor de los casos, en beneficio propio; en otras ocasiones, con el señuelo de ayudar a los demás (la tradición cristiana señala que el Tentador “se disfraza de ángel de luz”: 2Cor 11,14). A partir de esta imagen, sugiero dedicar los siguientes párrafos a reflexionar acerca de algunos de los engaños que nos podemos encontrar ante los retos del hambre en el mundo.
Una primera actualización la encontramos en la tentación que supone el paradigma tecnocrático, criticado con firmeza en la encíclica del papa Francisco Laudato Si’. El optimismo tecnológico piensa que, para resolver el hambre o la malnutrición, es suficiente aumentar la producción de alimentos, olvidando la importancia de la distribución de los bienes. Siempre busca algún atajo o una quimera, alguna innovación tecnológica que pretende convertir piedras en panes. “De aquí se pasa fácilmente a la idea de un crecimiento infinito o ilimitado, que ha entusiasmado tanto a economistas, financistas y tecnólogos. Supone la mentira de la disponibilidad infinita de los bienes del planeta, que lleva a «estrujarlo» hasta el límite y más allá del límite” (LS 106).
En los evangelios encontramos otra conocida escena en la que las piedras juegan un papel relevante. En el episodio de la mujer adúltera (Jn 8, 1-11), los acusadores están dispuestos a apedrearla. Jesús les remite a la verdad de sus propias vidas, tal como reconocen sus conciencias: “Quien esté libre de pecado, que le arroje la primera piedra” (Jn 8,7). En la exhortación apostólica Evangelii Gaudium, el Santo Padre denuncia que la inequidad genera violencia, y recuerda: “Algunos simplemente se regodean culpando a los pobres y a los países pobres de sus propios males, con indebidas generalizaciones” (EG 60). Si somos honestos con nosotros mismos, personalmente y como sociedad, hemos de reconocer que, con frecuencia, culpabilizamos a los pobres de su miseria. Esta es otra tentación que debemos desenmascarar y combatir.
En otro momento del evangelio, Jesús invita a la conversión de sus oyentes, pidiéndoles que den frutos acordes con los deseos que formulan. “No creáis que basta decir ‘Tenemos por padre a Abrahán’, porque os digo que puede Dios de estas piedras suscitar hijos de Abrahán” (Mt 3,9). De nuevo, las piedras. Y, con ellas, encontramos una nueva tentación a propósito de las piedras: la de encerrarse en uno mismo, en sus propios intereses o en su grupo cerrado. Toda la encíclica Fratelli Tutti es una invitación a romper esa parálisis y a entrar en la dinámica expansiva del amor, que va construyendo amistad social y fraternidad universal, un ‘nosotros’ cada vez más amplio e inclusivo. “El amor que se extiende más allá de las fronteras tiene en su base lo que llamamos ‘amistad social’ en cada ciudad o en cada país. Cuando es genuina, esta amistad social dentro de una sociedad es una condición de posibilidad de una verdadera apertura universal” (FT 99). No somos piedras, somos hijos de Abrahán.
Con esta imagen llegamos a otra tentación clásica, ya criticada por los profetas del antiguo Israel: la tentación del corazón de piedra. Dice el Señor Dios al pueblo extraviado: “Yo les daré un solo corazón y pondré en ellos un espíritu nuevo: quitaré de su carne el corazón de piedra y les daré un corazón de carne, para que caminen según mis preceptos, observen mis normas y las pongan en práctica, y así sean mi pueblo y yo sea su Dios” (Ez 11,19-20). La ya mencionada encíclica Fratelli Tutti dedica todo su segundo capítulo a glosar la parábola del Buen Samaritano, que “nos revela una característica esencial del ser humano, tantas veces olvidada: hemos sido hechos para la plenitud que sólo se alcanza en el amor. No es una opción posible vivir indiferentes ante el dolor, no podemos dejar que nadie quede ‘a un costado de la vida’. Esto nos debe indignar, hasta hacernos bajar de nuestra serenidad para alterarnos por el sufrimiento humano” (FT 68). No podemos mirar el reto del hambre en el mundo con un corazón de piedra: eso es, sin duda, una tentación.
El episodio de la entrada del Señor en Jerusalén, de acuerdo con la versión de Lucas, nos brinda la última de las imágenes que empleamos para nuestra reflexión. La multitud aclama a Jesús, pero algunos fariseos se irritan y piden que se calle el griterío. Él, en cambio, responde: “Os digo que si éstos callan, gritarán las piedras” (Lc 19,40). El grito de las piedras se une al grito de los pobres. La encíclica Laudato Si’ enumera diversas situaciones que “provocan el gemido de la hermana tierra, que se une al gemido de los abandonados del mundo, con un clamor que nos reclama otro rumbo” (LS 53), lo cual nos lleva a “integrar la justicia en las discusiones sobre el ambiente, para escuchar tanto el clamor de la tierra como el clamor de los pobres” (LS 49). Por ello, como indicaba el Sucesor de Pedro en Evangelii Gaudium: “Cada cristiano y cada comunidad están llamados a ser instrumentos de Dios para la liberación y promoción de los pobres, de manera que puedan integrarse plenamente en la sociedad; esto supone que seamos dóciles y atentos para escuchar el clamor del pobre y socorrerlo. Basta recorrer las Escrituras para descubrir cómo el Padre bueno quiere escuchar el clamor de los pobres” (EG 187). No hacerlo así sería caer en una tremenda y nociva tentación, que volvería nuestro corazón duro como el pedernal.
En estos días que faltan para la celebración solemne de la Pascua, supliquemos a Dios que renueve nuestro espíritu y oriente nuestros pasos hacia el cumplimiento de su santa voluntad, rechazando el orgullo y el egoísmo que petrifica nuestra alma y nos impide vivir en el amor. La Cuaresma es un tiempo favorable para redescubrir la fe en Dios como criterio de nuestra vida. Esto implica siempre una lucha, un combate espiritual, porque el espíritu del mal, naturalmente, se opone a nuestra santificación y busca que nos desviemos de la senda que nos conduce a Dios. Para ello, fijemos nuestros ojos en Cristo, Redentor del mundo, que sigue mirando con misericordia a cuantos sufren injusticias y necesidades, compadeciéndose de todos (cfr. Mt 9,36). Que nuestro corazón se deje purificar por su amor para no endurecerse. Avivemos nuestra fe en Dios, demos un espacio mayor en nuestras jornadas a la escucha de su Palabra, acerquémonos con humildad al sacramento de la Reconciliación y participemos con dignidad en el banquete eucarístico. Vayamos con Jesús al desierto, aprendiendo las lecciones que derivan de un encuentro personal con Él, a fin de servir a nuestros hermanos y hermanas con el mismo amor de Dios.
Encomendemos a la Virgen Santísima, Consuelo de los afligidos y Salud de los enfermos, nuestro camino cuaresmal, para que nos lleve a su divino Hijo. Pongamos en sus maternas manos, con especial fervor, a las muchedumbres de quienes viven golpeados por la miseria, el hambre, el analfabetismo, el dolor y la soledad e imploran con piedad su ayuda, apoyo y comprensión.
Mons. Fernando Chica Arellano
Observador Permanente de la Santa Sede ante la FAO, el FIDA y el PMA