Sobre la pretensión activa de disminuir el número de seres humanos —
Cuando se niega a Dios, antes o después, se niega al Hombre.
En las ideas que tienden a ser dominantes hay algunas que hacen evidente lo anterior: El Hombre, infatuado, quiere rehacer, según sus pobres luces, la Creación, quebrando la armonía natural entre los seres que la pueblan.
Consideran al ser humano como un animal más. Y lo malo de tratar al animal como a un Hombre es que se llega a tratar al Hombre como a un animal: Se puede intervenir en su gestación, en su desarrollo, o en su número, como si fuera un componente de una inmensa granja. Y se defiende la peregrina idea de que hay que limitar o reducir el número de personas para salvar al resto de la naturaleza.
No creo que el más partidario de reducir el número de seres humanos para salvaguardar a los animales, esté dispuesto a predicar con su ejemplo y eliminarse a sí mismo, lo que sería, dentro de su locura, al menos coherente.
Más bien los partidarios de reducir la población se considerarán a sí mismos como la casta privilegiada que tiene que dirigir el planeta y tramar la reducción del resto de los humanos. Y además de la cruzada de muerte que asola la Tierra, anticoncepción, aborto, eutanasia, algunos llegan a señalar el aspecto “beneficioso” de las guerras, pues se encargarían de disminuir el número de hombres. O bien consideran que las mejoras en la salud humana que el progreso médico consigue, serían malas porque aumentarían la cifra de humanos vivientes.
Para justificar esta postura radicalmente inhumana, no dejarán de anunciar algún tipo de catástrofe: un gran desastre nos amenazaría y el dirigente-“dios” nos salvaría de ella.
No es el primer catastrofismo de la historia de la humanidad: Ya en el siglo XVIII se publicó, por Malthus el “Ensayo sobre los principios de la población”, en 1798, en que se anunciaba que “el poder de la población” (su aumento geométrico) no vendría acompañado por “el poder de la tierra” (aumento sólo aritmético de los alimentos) para que se garantizase la subsistencia de la creciente población.
Ahora bien, llevamos más de dos siglos de crecimiento continuo e ininterrumpido de la población mundial, lo que es un desmentido claro a que no se podría alimentar a más personas. Pero es que además se ha estudiado [véase “Hunger and Political Action”, 1989, Oxford, por Amartya Sen y Jean Drèze, Cuadro 2-3] cómo la producción de alimentos crece más que la población: Así, la producción de alimentos per cápita, por persona, creció en un 2% en el conjunto de países desarrollados y en un 5% en el conjunto de países subdesarrollados en unos 5 años (media de 1986-8 sobre la media de 1981-3). Ello se puede comprender por la mejora de la tecnología aplicada a un mismo volumen de tierra, que incrementa su productividad.
Malthus mismo cayó en el inhumano error que denunciamos, cuando se oponía a leyes humanitarias de su país, porque incrementarían el número de nacimientos. Pero ya hemos visto que su catastrofismo, como cabe esperar de los augurios tremendistas contemporáneos, se ha revelado como totalmente falso.
Los defensores de las ideas inhumanas que comentamos juegan a ser dioses [“seréis como Dios” tentaba la serpiente en el Paraíso (Gen 3, 5)]. En cambio, la Fe nos explica que Dios mismo, infinito y perfectísimo, se hizo lo mínimo, se hizo hombre, para que los hombres, comportándose virtuosamente, con amor a Dios y al prójimo, alcanzaran realmente la vida divina, el ser como Dios, la vida eterna.
Sin embargo, la alternativa de vivir sin guardar principios morales, sin observar el “no matarás” por acción u omisión, produce, mirándolo espiritualmente, la muerte eterna por el plato de lentejas de unas ensoñaciones soberbias de llegar a ser como Dios, pero sin Dios y contra Dios. Así, el ocaso de Dios, con olvido de la moral, sería el preludio del ocaso o muerte del Hombre en esta vida (muerte física de las víctimas de estas teorías inhumanas) y en la otra vida (muerte espiritual de los defensores de estas concepciones inhumanas que no se arrepientan).
Javier Garralda Alonso,