Hay enfermedades muy duras que ponen a prueba nuestra Fe y nuestra esperanza. Y podemos vernos tentados a poner en duda que Dios sea bueno.
Aunque la pura razón puede ser insuficiente para ver serenamente el padecer, esbocemos un argumento racional para concluir que Dios es bueno: Cuando ante un mal o un dolor nos vemos inclinados a decir en nuestro interior: “si yo fuera Dios no habría permitido esto”, quizá inconscientemente estamos afirmando que “yo soy más bueno que Dios”. Ahora bien, si con una noción correcta de Dios, creemos que todo procede de Dios, tendremos que convenir que nuestra vida, nuestra inteligencia, nuestra belleza, y también nuestra bondad proceden de Dios. Y si nuestra bondad procede de Dios, es un absurdo afirmar que nuestra bondad es mayor que la de Aquel que es su causa. Más bien al contrario: Dios tiene que ser al menos tan bueno como nosotros y es fácil colegir que es inmensamente mejor que nosotros, pequeños espejos que reflejan un sol esplendente.
Entonces el mal, el sufrimiento nos aparece como un misterio y concluimos que si Dios lo permite, siendo bueno y poderoso, es porque sacará bienes mayores de ese mal.
Con todo, a nivel existencial, cuando el dolor nos abruma, una convicción meramente intelectual no nos basta. Pero a nivel vital contamos con algo a que asirnos:
Nadie ha padecido tanto como Nuestro Señor Jesucristo. Y podemos unir y descansar nuestro dolor al, y en el, suyo. A Él, que padece con nosotros y no es un Dios lejano e impasible, sino que cargó con nuestros dolores. Y daremos el sentido que Él le dio: redimir nuestros pecados y los de familiares, allegados, amigos, y hasta enemigos, completando la Pasión de Cristo (Col 1, 24) que ha querido que estuviera abierta a Su Cuerpo Místico, la Iglesia, si bien la pasión de Cristo total es completa. (San Juan Pablo II, (“Salvifici doloris”, nº 1 y 24))
Dios permitió el mayor mal, el deicidio en Jesús crucificado, y sacó el mayor bien, la glorificación de su santísimo Hijo, por encima de los cielos y de los ángeles y el perdón de los pecados de todos los hombres que se acojan a su misericordia.
La más radical anti-eutanasia es ver un sentido sobrenatural incluso al dolor: Preguntó la Virgen a los tres niños en las apariciones de Fátima 13 mayo de 1917): “¿Queréis también vosotros ofreceros como víctimas al Señor, sobre el altar de mi Corazón Inmaculado, por la salvación de todos mis pobres hijos pecadores?” A lo que contestaron que sí, a lo que respondió la Virgen: “Vais, pues, a tener mucho que sufrir, pero la gracia de Dios será vuestro consuelo”. Sufrimiento voluntario que obtiene nuestra conversión plena y la de los alejados. Y sepamos que la gracia divina nos dará fuerzas y consuelo para soportar lo que Él quiera enviarnos, casi con alegría o, al menos, con paz.
En “Salvifici doloris” el santo Papa Juan Pablo II nos ilumina sobre el misterio y el sentido del dolor para un cristiano. Nos dice que aunque el dolor puede ser castigo por el pecado, y aun así laborar para nuestro bien, inclinándonos a la conversión, sin embargo “no es verdad que todo sufrimiento sea consecuencia de la culpa y tenga carácter de castigo” (nº 11) El padecer de Cristo es voluntario e inocente. Su cruz viene unida al Amor (nº 17) Y todos podemos unir nuestro dolor a los sufrimientos de Cristo (nº 20).
Y, para comprender que sólo con la propia vida podemos encontrar sentido al dolor, nos dice que (nº 26) “Cristo no responde directamente a esta pregunta humana sobre el sentido del sufrimiento. El hombre percibe su respuesta salvífica a medida que él mismo se convierte en partícipe de los sufrimientos de Cristo” “Entonces el hombre encuentra en su sufrimiento la paz interior e incluso la alegría espiritual”.
Y terminemos con el testimonio de una mujer, Águeda Rey, aquejada de ELA (enfermedad muy dura e incurable) que cuenta que vive su dolencia como “apostolado del sufrimiento”, sin dejar de pedir su curación.
Javier Garralda Alonso