Si la inteligencia de los hombres procede de Dios, hemos de afirmar que Él es inteligentísimo. Si la belleza procede de Dios, que es bellísimo. Y si el amor más noble que se da en la persona humana viene también del Creador, podemos colegir que Dios ama con amor sin límites.
Y si Dios se hizo hombre sin dejar de ser Dios, en la persona divina de Jesús, podemos afirmar que Dios nos ama también con corazón humano. Podemos afirmar que Dios tiene corazón. Llamamos corazón de una persona a la parte más noble de su sicología, donde radican los afectos más elevados. Y podemos concluir que el núcleo central de Jesús es su corazón divino, de la persona divina de Jesús.
Así podemos acercarnos a Dios adorando su amor incomprensible, pero cercano a nosotros, adorando no ya su infinita inteligencia, o poder o belleza, sino sobre todo su inefable amor, su corazón tres veces santo.
Pero y ¿si somos refractarios a la sabiduría divina, al uso recto de la razón, a la luz intelectual que no es de este mundo? Jesús tiene, entonces, un argumento que trasciende todas nuestras categorías mentales, y es dejar que la sede de su inteligencia humano-divina, su santa cabeza, sea coronada con una cruel corona de espinas.
Y ¿si somos refractarios al amor, si estamos repletos de egoísmo, si ni tan siquiera nos amamos rectamente a nosotros mismos? Jesús permite, entonces que a sus santas llagas se sume su corazón atravesado por una lanza. Y si hemos muerto en nuestra razón y corazón, Jesús abraza nuestra muerte: el mismo Dios muere para resucitarnos. Si sólo existiera yo, Jesús habría muerto por mí.
Dice así el número 478 del Catecismo: “Jesús, durante su vida, su agonía y su pasión, nos ha conocido a todos y a cada uno de nosotros, y se ha entregado por cada uno de nosotros: “El Hijo de Dios me amó y se entregó a Sí mismo por mí” (Ga 2, 20). Nos ha amado a todos con un corazón humano. Por esta razón, el sagrado Corazón de Jesús, traspasado por nuestros pecados y para nuestra salvación (cf. Jn 19, 34) “es considerado como el principal indicador y símbolo…del amor con que el divino Redentor ama continuamente al eterno Padre y a todos los hombres””.
Hace 300 años tenía marcada influencia en la Iglesia el jansenismo que concebía un Dios rigurosísimo, sin entrañas de misericordia. Y en este ambiente el Señor habló a Sta. María Margarita de Alacoque de su sagrado Corazón, atravesado más que por la lanza de Longinos, por la punzada hiriente de que los pecadores no nos acerquemos a su infinita misericordia, no nos refugiemos con confianza y sincero arrepentimiento en su Corazón abierto.
Y para confirmarnos que el Señor quiere ser adorado en su sagrado Corazón veamos un milagro eucarístico en Tixtla (Méjico) en que un médico forense y su equipo realizaron un análisis de la hostia enrojecida y concluyeron que se trataba de sangre humana impensablemente viva y de tejido muscular propio del corazón. Dios nos quiere decir que en la sagrada hostia consagrada nos comunica de modo especial, para que sea nuestro refugio, su corazón divino, sede de su amor infinito.
Javier Garralda Alonso