Dr. José María Simón Castellví
Presidente emérito de la Federación Internacional de Asociaciones Médicas Católicas (FIAMC)
Antiguo miembro del Consejo Pontificio para los Agentes Sanitarios
Una misa, cada misa, tiene un valor infinito. Hace presente de manera incruenta el crudelísimo sacrificio del Hijo de Dios en la Cruz. Una sola misa basta para curar a toda la humanidad de los más horrendos pecados pasados, presentes y futuros cometidos por los hombres de todos los tiempos. Con la salvedad, clara en las palabras de la consagración (“por muchos”), de que algunos, usando mal su libertad, no aprovecharán este sacrificio.
Pero, ¿por qué es bueno participar a menudo en la misa y en la comunión del cuerpo y sangre de Cristo si con una sola ya nos podríamos salvar y obtener una vida eterna gozosa? Por la superabundancia del Dios omnipotente, infinito de los infinitos, que nos quiere colmar de bienes sin mesura a nosotros, unas criaturas modestas, una y mil veces.
Por nuestra antropología, alterada por la caída original, que necesita oír y repetir muchas veces, que se entrega a veces poco a poco; que es sorda, ciega, coja y a veces tonta.
Porque Jesucristo intercede incesantemente por nosotros ante el Padre. Así, también nosotros podemos dirigirnos incesantemente al Padre. Además, en cada misa podemos poner nuestras intenciones, a nuestros enfermos u operados, a nuestros trabajos, que siempre serán distintos, sobre el altar.
Porque es bueno para el hombre y un Mandamiento de Dios, santificar las fiestas. Y la manera más digna de santificarla es asistir a misa. Otras maneras buenas y complementarias de santificarlas son las reuniones familiares, la visita a enfermos o ancianos, una buena comida (y bebida), etc.
Los días, con sus 24 horas, son unidades de tiempo en las que los seres humanos hacemos diversas actividades. El sol se va y el sol vuelve. En cada una de estas unidades, si es posible, podemos asistir a una santa misa. Devolvemos infinito al infinito. No es una obligación, ni siquiera una dulce obligación. Pero correspondemos al infinito con lo que le es más agradable. Y con nuestros infinitésimos.
Dios es humilde. A veces parece que no esté, pasa desapercibido. También lo hace para probarnos y que le veamos con los ojos de la Fe. Las pruebas que soportamos son muestra de la dignidad que nos otorga. Dios desea el mérito. Lo que recibimos es casi todo regalo, pero nos ofrece la posibilidad de meritar. Y gran mérito se adquiere por asistir cientos de veces a misa en nuestra vida, alguna quizá en la capilla del hospital, con el teléfono encendido por si nos reclaman en Cuidados Intensivos.
Dios es humilde, Jesús es humilde, pero la humildad también va con la verdad. Y la verdad es que es de una omnipotencia desbordante y eso lo veremos en todo su esplendor. A mí el libro del Apocalipsis no me asusta. Al contrario, confirma mis pensamientos.
Dios Padre es tan desbordantemente omnipotente y tan humilde que, viéndose a si mismo, no puede amarse a sí mismo (sería narcisismo) y engendra desde toda la eternidad a su Hijo (de su misma substancia) y lo ama. Y ambos, desde toda la eternidad y porque el amor siempre engendra vida, espiran al Espíritu Santo, también de su misma substancia. Un solo Dios y tres Personas. Su substancia es “caritas” (bondad). Los hombres somos muy presuntuosos si pensamos que todos los seres son unipersonales como nosotros… Todo Dios está en el Padre, todo Dios está en el Hijo, todo Dios está en el Espíritu Santo. Desde siempre. En su esencia se halla la razón de su existencia.
Si tanto amó Dios al mundo que le envió a su único Hijo – imagen visible del Dios invisible- a entregarse cruentamente, no nos debería extrañar que para corresponder algo seamos muchos los que asistamos a menudo a la misa, sacrificio y banquete.
NOTA PARA LA JERARQUÍA
En el Credo que recitamos los domingos hay un vacío enorme que deberíamos llenar. Afirmamos que Cristo fue concebido por obra del Espíritu Santo e inmediatamente después decimos que padeció bajo el poder del Poncio Pilato. Como si Cristo no hubiera tenido una vida- oculta o pública- plena, llena de enseñanzas, trabajos en el taller de José, milagros, vivencias con sus discípulos o con sus padres. Comprendo que los credos que rezamos (largo o corto) se hicieron en un momento que requería unas concretas afirmaciones verdaderas para defender a los fieles de ciertos errores. Pero hoy el silencio sobre la vida de Cristo en el Credo es ensordecedor.
En el Credo del Pueblo de Dios de San Pablo VI (1968) sí aparecen las Bienaventuranzas y muchos otros aspectos de la vida de Cristo. No se puede decir todo en esa oración, pero algo de Su vida terrena y quizá la afirmación de la presencia real de Cristo en la Eucaristía serían para mí preceptivos hoy…
Pablo VI fue el Papa-héroe de la Humanae vitae, quien puso por escrito muy acertadamente que la transmisión de la vida se debe hacer en la familia, generosamente y, en caso de tener por motivos graves que posponer un embarazo, se deben usar los muchos días infértiles de la madre para mantener la relación matrimonial.