JORNADA
Agua, agricultura, alimentación. Construyamos el mañana.
Salón de actos de la Escuela Técnica Superior Agronómica,
Alimentaria y de Biosistemas.

Universidad Politécnica de Madrid.
13 diciembre 2018

***
Un mañana fruto de la solidaridad del hoy.
Palabras de clausura.

Fernando Chica Arellano
Observador Permanente de la Santa Sede ante la FAO, el FIDA y el PMA

+++

Excelencias,
Señoras y señores,
Amigos todos:

Dando efusivamente las gracias a cuantos han hecho posible esta interesante Jornada, ha llegado el momento de clausurarla. Nos hemos concentrado en temas de vital importancia para la consolidación de un presente sereno, donde logremos erradicar, de una vez por todas, el hambre que, en la actualidad, afecta acerbamente a 821 millones de hermanos nuestros. Si lo conseguimos, estaremos al mismo tiempo poniendo cimientos firmes para la edificación del futuro que todos anhelamos para nosotros y la entera humanidad. Un futuro que si queremos que sea sostenible y luminoso no puede ser nada más que el corolario del esfuerzo solidario y coordinado que realicemos hoy. Y esto no se llevará a cabo sin el concurso de todos, tal y como nos ha exhortado el Santo Padre en el Mensaje que ha tenido a bien dirigirnos. Se trata de emprender una estrecha e intensa colaboración, senda de obligado tránsito a la hora de afrontar los retos que nos asaltan, cuya complejidad, alcance y sinuosidad no permiten que los encaremos de modo unívoco, superficial o apresurado, y mucho menos desde visiones egoístas o parciales.

Hemos debatido sobre elementos que tienen una gran repercusión en la vida cotidiana de las personas. El estudio de cuestiones tan fundamentales como el agua, la agricultura y la alimentación es importante, pero no suficiente. No basta la erudición. Es necesario pasar a la acción. Lo han evidenciado los distintos oradores que me han precedido en el uso de la palabra, cuando han puesto de relieve que la solución de los aciagos problemas que fustigan a la humanidad exige no solo buenas intenciones. Son precisas grandes dosis de voluntad, así como prontitud y tino en las decisiones. Y esto conlleva tomar medidas eficaces que procuren un auténtico desarrollo integral, lo cual no será posible si el agua y otros recursos naturales necesarios para la agricultura y la alimentación se utilizan ávidamente, se deterioran o no se salvaguardan con esmero. Al respecto, no podemos olvidar, como dice un proverbio africano, que las riquezas naturales del planeta no nos pertenecen, sino que las tenemos en préstamo de nuestros hijos. Por otra parte, no debemos utilizar los alimentos como una mera mercancía. Si seguimos produciendo solo para ganar y no, ante todo, para nutrir a todos, y en particular a los menesterosos, estaremos procediendo de manera equivocada y la brecha de la desigualdad continuará incrementándose desmesuradamente. Como siempre, al final serán los pobres los que más sufrirán.

Al hablar de sufrimiento viene inmediatamente a colación el tema del agua, tan vital como escasa. Este recurso condiciona la existencia humana. Sin él es imposible el progreso de la sociedad. Por tanto, el agua no es algo opcional, contingente o superfluo para el hombre. Más bien es un prerrequisito esencial para su vida en la Tierra. Sin agua, no podemos existir, y donde no hay garantía de acceso al agua, cualquier discusión sobre derechos humanos, políticos o sociales se convierte en inútil y abstracta. De esta evidencia resulta que el derecho al acceso al agua potable y segura se vuelve esencial en el contexto de los derechos humanos y, de modo aún más claro, en relación con el efectivo cumplimiento de los Objetivos de la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible (ODS), aprobada en septiembre de 2015 por la Asamblea General de las Naciones Unidas.

Aunque todavía no exista ningún instrumento jurídico internacional vinculante que ampare el derecho al agua en cuanto tal, en los últimos años, se viene percibiendo una nueva sensibilidad, una conciencia más viva, un mayor consenso a la hora de exigir garantizar el acceso a dicho recurso. Esto se detecta, por ejemplo, a partir del análisis de los 17 ODS, que pone asimismo de relieve que la comunidad internacional está más mentalizada de la importancia del agua en cuanto factor de desarrollo humano. Sin embargo, y lamentablemente, un tercio de la población mundial vive aún con escasez de agua. Casi mil millones de personas no dispone de agua potable, limpia y de calidad, y más de dos mil millones de individuos no tienen tampoco acceso a estructuras higiénico- sanitarias aceptables. Y no son pocos los que afirman que, para el año 2025, este problema podría afectar a dos tercios de los habitantes del planeta.

Ante esta dramática realidad, la Santa Sede trabaja denodadamente para que sea reconocido el acceso al agua potable y segura como un derecho humano básico, fundamental y universal y no ha dejado de alzar su voz, una y otra vez, en diversos foros y organismos internacionales, para que dicho derecho tenga vigencia de la manera más extensa y firme posible.

El proceso que ha llevado al reconocimiento del Derecho al Acceso al Agua Potable y a la Higiene tuvo su inicio en el año 2002 con la Observación General Nº 15 del Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales. En ella se explica cómo el derecho al agua está considerado implícito en los Artículos 11 y 12 del “Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales” y tiene una relación directa con el derecho a unas adecuadas condiciones de vida y con el derecho a la salud.

El hito más importante del Derecho al Agua Potable y a la Higiene tuvo lugar con la declaración de dicho derecho humano, llevada a cabo en el año 2010 por la Asamblea General de las Naciones Unidas. En ella se afirma que el mencionado derecho “es esencial para el disfrute completo de la vida y de todos los derechos humanos”. De este modo se dio un paso decisivo y un neto avance a nivel jurídico. En una sucesiva Resolución (A/HRC/RES/15/9), el Consejo de Derechos Humanos de la ONU especificó, además, que dicho derecho deriva “del derecho a un nivel de vida adecuado, y está indisolublemente asociado al derecho al mayor nivel posible de salud física y mental, así como al derecho a la vida y la dignidad humana”.

Esta visión coincide con la de la Santa Sede. En este sentido, es importante recordar la claridad y la insistencia con que el Papa Francisco aborda este tema, especialmente en su encíclica Laudato Si’, donde asevera sin vacilación: “El acceso al agua potable y segura es un derecho humano básico, fundamental y universal, porque determina la supervivencia de las personas, y por lo tanto es condición para el ejercicio de los demás derechos humanos” (n. 30). Esto fue reconocido asimismo por la Asamblea General de las Naciones Unidas, en su Resolución del 17 de diciembre del año 2015 (A/Res/70/169), en la que se señala, no de manera vinculante pero sí de forma relevante y significativa, el derecho humano al agua potable y a la higiene “como componentes del derecho a un nivel de vida adecuado, siendo esenciales para el pleno disfrute del derecho a la vida y de todos los derechos humanos”. Esta resolución pone de manifiesto que si, en sus categorías básicas, el derecho al agua no se respeta, difícilmente podría cumplimentarse cualquier otro derecho humano. Y precisamente por el hecho de ser un derecho necesario y determinante para la realización de una vida digna para cada ser humano, ha sido incluido evidentemente entre los ODS.

En definitiva, tal y como se puede observar, existe una fuerte tendencia, en los más modernos instrumentos de “soft law”, que reconoce y promueve la función clave del acceso al agua. Sin embargo, es necesario dar un paso ulterior, reconociendo que el derecho de acceso al agua se basa sobre una realidad compleja. De una parte, existe una unión directa e inmediata entre el acceso al agua y las necesidades primarias de cada ser humano. Por otra parte, se está dando también una importancia comercial, económica y política a dicho recurso natural. Ambos aspectos son significativos, pero el aspecto económico ha de subordinarse ciertamente al social e individual. Esto ha sido claramente reconocido en la ya citada Observación General Nº 15 de 2002, en la que se indica que “el agua debe ser tratada como un bien social y cultural, y no fundamentalmente como un bien económico” y, además, que “el agua es un recurso natural limitado y un bien público fundamental para la vida y la salud”. Por consiguiente, el agua no es un mero recurso ni hemos de reducirlo a esa consideración. Esto nos está diciendo que no podemos privatizarla, comercializarla o dejarla a la total gestión de particulares y mercados. Partiendo por tanto de esta consideración, la Santa Sede siempre ha visto con satisfacción la relevancia dada al acceso al agua dentro de los ODS. De hecho, éstos van finalizados exactamente a otorgar un enfoque estructurado, de varios niveles y global al problema del desarrollo sostenible. A través de dichos objetivos se reconoce que “acabar con la pobreza y otras privaciones debe ir de la mano con estrategias que mejoren la salud y la educación, que reduzcan la desigualdad y estimulen el crecimiento económico, todo ello sin dejar de luchar contra el cambio climático y trabajar para preservar nuestros océanos y bosques”. Sin embargo, no basta reconocer esta evidencia en cuanto tal. También se han de elaborar instrumentos funcionales y eficaces indicadores que posibiliten actuaciones operativas para la puesta en práctica de políticas en este ámbito.
Otro aspecto de vital importancia que debemos necesariamente tener en cuenta es el impacto que el acceso al agua tiene para la nutrición. Se ha calculado que, para el año 2050, la mejora de la calidad de la vida, así como el aumento de la población mundial, conllevarán un incremento del 60% en la demanda de alimento.

Una preocupación adicional es el hecho de que el mayor consumo de agua, de aquí al año 2025, será debido a un aumento de su uso en la industria. Si a esto sumamos que, en la actualidad, el sector agrícola requiere el 70% del consumo del agua, especialmente en el campo de la ganadería intensiva, se comprende que es urgente e imprescindible una intervención decidida y determinada para impedir que la situación sea insostenible en el futuro próximo.

Dadas las ya enormes cantidades de agua destinadas a la producción de alimento, lograr satisfacer la actual demanda de agua de manera ecosostenible se ha transformado en un objetivo fundamental cuyo cumplimiento ha de conseguirse sin dilación. No es extraño, entonces, que la misma FAO reconozca que “la agricultura posee la clave para conseguir con éxito las metas y aspiraciones contenidas en los Objetivos de Desarrollo Sostenible y en el Acuerdo de París sobre el cambio climático”. Tampoco es casualidad que entre los 17 ODS, el 2, el 6 y el 12 hablen de este desafío y estén estrechamente relacionados entre sí. En efecto, mientras el Objetivo número 2 (“Poner fin al hambre, lograr la seguridad alimentaria y la mejora de la nutrición y promover la agricultura sostenible”) y el 6 (“Garantizar la disponibilidad de agua y su gestión sostenible y el saneamiento para todos”) tratan respectivamente de la derrota del hambre y de asegurar a todos el acceso al agua y a la higiene, el Objetivo número 12 va destinado a garantizar medios de producción y consumo sostenibles a largo plazo.

La estrecha concatenación existente entre esos tres ODS indica que es imposible pensar en conseguir uno de ellos al margen del cumplimiento de los otros dos. En este sentido, o se erradica el hambre mediante medidas y decisiones sostenibles o, simplemente, nunca llegará a erradicarse. Este mismo discurso es válido en lo que respecta al agua, ya que, en los próximos años, al incremento de la cantidad de agua necesaria para el sector agrícola se sumará un aumento del consumo de agua debido a un acelerado desarrollo de la urbanización. Concretamente, y si no se toman las medidas necesarias para modificar las tendencias actuales de la despoblación rural, en torno al año 2050, un 66% de la población mundial residirá en las ciudades. Dicho cambio demográfico amenaza con poner bajo presión situaciones hídricas ya de por sí precarias en la actualidad.

Por tanto, conviene llevar a cabo acciones específicas que impliquen a las administraciones locales y a las comunidades urbanas interesadas en lograr y cumplir los ODS, a través de una reducción del derroche de recursos y la implementación eficaz del principio de subsidiaridad. Desde luego, el enfoque multidisciplinar es requisito indispensable para conseguir los ODS. En este sentido, es interesante citar el análisis realizado por el Relator Especial sobre el Derecho al agua potable y la higiene. Lo expuso recientemente en la Asamblea General de las Naciones Unidas. En dicho informe se pone de relieve lo importante que es que todos los actores que se ocupan del suministro de los recursos hídricos lo hagan responsablemente. Para que esto se implemente, se necesita tanto un proceso de descentralización de las responsabilidades como una simultánea transferencia de los recursos y capacidades a actores políticos de menor rango. Se requiere igualmente elaborar un claro y definido cuerpo normativo, que establezca las diferentes responsabilidades y evite ineficiencias, pérdidas o el despilfarro. Entra aquí en juego el tema de la subsidiaridad. Al respecto, es importante subrayar que si queremos garantizar soluciones que sean realmente sostenibles, es preciso favorecer este enfoque de forma vigorosa, teniendo en cuenta las necesidades específicas de los interesados. Cada comunidad tiene su propio problema, con incidencias que pueden variar desde la falta de agua ligada a los cambios climáticos, hasta la mala gestión o la excesiva liberalización del servicio hídrico. No existe una solución que pueda ser igualmente válida o unánime en todos los casos.

Otro punto en el que merece la pena detenerse es en la gestión de las aguas comunes. En un mundo de recursos limitados y, con frecuencia, comunes a varios Estados, la capacidad de gestión e intercambio es fundamental para evitar conflictos y enfrentamientos violentos. Actualmente, existen más de 600 tratados internacionales sobre la gestión de las aguas compartidas. Al respecto, es de primordial importancia que todos los actores implicados: gobiernos nacionales o locales, municipios o regiones, entes estatales o instituciones de la sociedad civil organizada, empresas privadas u organismos públicos, todos han de dialogar y apoyarse mutuamente.
En este ámbito, las organizaciones internacionales y las regionales pueden ayudar a las demás entidades a promover la transparencia, la cooperación y el intercambio de recursos. Es aquí donde brilla con luz propia la función trascendental que la FAO, el FIDA y el PMA pueden y deben desempeñar. De hecho, su capacidad de acción a nivel multilateral, la seriedad de su investigación y su importante asistencia a los Estados son cada día más necesarias. Lo mismo que es de gran valor la capacidad que estas entidades intergubernamentales tienen para lograr que un tercero facilite la cooperación y la construcción de soluciones basadas en la solidaridad recíproca y en la sostenibilidad en el espacio y en el tiempo. En conclusión, la realidad de los ODS número 2, 6 y 12 conduce a subrayar una evidencia: no podrá vencerse el hambre sin garantizar el acceso universal al agua, y no se tendrá el acceso universal a dicho recurso si no somos capaces de promover medios de producción y de consumo que sean sostenibles a largo plazo.

A la consecución de estos tres ODS puede ayudar mucho la intensificación de la actividad diplomática y esto mediante una incisiva y constante movilización de recursos humanos, económicos, tecnológicos, culturales y religiosos. En este contexto, la Santa Sede subraya con insistencia que la solidaridad internacional no ha de enfriarse. Antes bien, es de suma transcendencia que surjan nuevas y fecundas formas de cooperación, que estimulen a los países a ayudarse mutuamente intercambiando información, personal técnico y estrategias específicas. Y todo ello para que nadie quede atrás. Si la solidaridad internacional no crece, lo que se incrementará será la indiferencia, el aislamiento o la sola atención a los problemas domésticos. Todo ello dificulta y vuelve tortuosos los caminos de la paz, a la vez que obstaculiza las condiciones necesarias para la construcción de la prosperidad y del crecimiento integral de la familia humana.

Concluyendo, creo acertado afirmar que nuestra Jornada ha puesto claramente de manifiesto que agua para todos, nutrición sana en cantidad y calidad, agricultura diversificada y sostenible, así como la mejora de la atención a las zonas y poblaciones rurales son pilares básicos para edificar una sociedad armónica y fraterna, reconciliada y segura. Tal vez muchos piensen que estamos hablando de metas inalcanzables. Ciertamente lo serán si caemos en el pesimismo, si nos sentimos derrotados o nos evadimos, si nos quedamos encerrados en la diatriba o permanecemos anclados en la acusación recíproca, si el dolor del otro no lo hacemos nuestro o bien dejamos de superarnos y aspirar a nuevos horizontes.

Ningún beneficio se logrará si no ponemos todos lo mejor de nosotros mismos, rompiendo de este modo la autorreferencialidad y el individualismo. Es aquí donde la educación juega un papel de especial relieve, comenzando por la familia y siguiendo por la escuela. Educar es la forma de crear hábitos nuevos, que no repitan los errores que han llevado a nuestro planeta al deterioro actual. Esto nos está diciendo que lo que estamos obligados a afrontar, en primer lugar, es un problema cultural antes que político y económico. Se trata de reconocer que la tierra, como no se cansa de repetir el Papa Francisco, es una casa común que a todos nos acoge y, si hay goteras en una de las habitaciones, no seamos miopes: es toda la casa la que está en peligro. Esta visión holística requiere un giro copernicano en los planteamientos, una mentalidad renovada, es decir, una honda conversión ecológica, para afianzarnos en la certeza de que “vivir la vocación de ser protectores de la obra de Dios es parte esencial de una existencia virtuosa. No consiste en algo opcional ni en un aspecto secundario” (Enc. Laudato Si’, n. 217)
¿Seremos capaces de asumir este reto? ¿Avanzaremos por las sendas del cuidar y el compartir? ¿Alcanzaremos a descubrir las motivaciones adecuadas para ello? ¿Aprenderemos la pedagogía de los pequeños gestos, de esas acciones que derraman un bien en la sociedad? No habrá cambio en el mundo, si primero no cambiamos nosotros mismos y cada uno se implica en el cambio. El Santo Padre nos anima a ello porque no ignora que, si cada uno hace su parte, el desarrollo de estos comportamientos nos devuelve “el sentimiento de la propia dignidad, nos lleva a una mayor profundidad vital, nos permite experimentar que vale la pena pasar por este mundo” (Enc. Laudato Si’ n. 212).

Pedimos a Dios que esta Jornada que ahora clausuramos se transforme en nuestro interior en un acicate que nos invite a salir de nosotros mismos y a pensar más en los que están privados de lo esencial y en aquellos otros que vendrán detrás de nosotros. Si nuestras sesiones de trabajo hoy han logrado convertir nuestras deficiencias y fallos en nuestros mejores maestros, sacaremos una lección que nos sirva también de pujante estímulo para construir juntos el mañana, abandonando angostura de miras y afrontando el futuro con ilusión, esperanza y responsabilidad.

Muchas gracias.