Ya se habrá comprendido que hablamos del aborto. Como veremos, con la ciencia en la mano, el feto es un cuerpo distinto del de la madre embarazada. Las feministas desnortadas afirman que “con mi cuerpo hago lo que quiero”, dando por sentado que el feto es su propio cuerpo.
Pero la ciencia médica nos señala que la madre al quedar embarazada segrega una hormona protectora que evita el rechazo del feto por el cuerpo de la madre, como si de un cuerpo extraño se tratara. Si el feto fuera su propio cuerpo esa hormona no sería precisa.
Además, la identidad genética, el ADN del feto, es ya distinta del de la madre gestante y, por tanto, se trata de un ser vivo distinto, con su propia identidad biológica.
El que al cabo de un tiempo, en el feto se aprecien los latidos de su incipiente corazón, nos llevaría a preguntarnos: ¿Cómo es que la madre, si todo es su cuerpo, tiene, en un estadio dado de su embarazo, dos corazones?
Por otra parte, si el embarazo sigue su curso natural, alumbra un nuevo hombre o mujer independientes. ¿Y cuándo se ha empezado a gestar esta independencia, que no puede brotar en un instante, como por ensalmo?
Hemos titulado “un genocidio silencioso”. Está muy bien que se recuerde como crueldad terrible el genocidio de los judíos a manos del régimen nazi alemán que se cobró de 6 a 8 millones (según las fuentes) de hebreos asesinados. Pero es que, según una institución pro-abortista, el Gutt Macher Institute, las víctimas del aborto alcanzan los 73 millones por año, que es el número de abortos practicados anualmente en el mundo.
Y grave problema de salud constituye la pandemia de COVID-19, que a 30 de enero del 2022 se ha cobrado 5,7 millones de fallecimientos. Pero, si, eufemísticamente, consideramos el aborto como problema de salud, sus cifras son pavorosamente más elevadas.
Y decimos “eufemísticamente” porque en el aborto voluntario se da una libre decisión de acabar con la vida del no nacido. Y la gravedad moral de convertir el seno materno, que tendría que ser santuario y asilo protector de la vida inocente, en antesala de exterminio quirúrgico, es evidente.
Además, la víctima del aborto voluntario no es sólo el indefenso “nasciturus”, sino también la madre, que arrastrará muchas veces un trauma sicológico post-aborto, aparte del remordimiento moral, que ensombrecerá la pretendida liberación que venden los que propugnan el aborto.
Y terminemos con lo que decía Santa Teresa de Calcuta: Que el aborto es la amenaza más grave para la paz. En efecto, “si una madre puede matar a su propio hijo, ¿qué podrá impedirnos a ti y a mí matarnos recíprocamente?” y cuenta la misma madre Teresa que en una ocasión vino a verle una señora, no católica, que rompió a llorar a mares y le dijo: “He leído lo que usted ha escrito acerca del aborto. Yo he abortado dos veces. ¿Podrá Dios perdonarme?” La madre Teresa le contestó que rezase según su religión con profundo dolor de su corazón y que ella también rezaría, y entonces la mujer hizo un hermoso acto de contrición, y continúa: “Cuando yo terminé de rezar, parecía un ser diferente, totalmente recompuesta”. Y acaba: “¡Qué sufrimiento más tremendo tiene que representar darse cuenta de que uno ha dado muerte, ha asesinado, a su propio hijo!”
Javier Garralda Alonso