Hace una infinidad de años, los paganos sacrificaban niños a sus crueles dioses. Hoy, en la Convención del partido demócrata norteamericano se ha instalado un abortorio móvil en que se sacrifican, gratuitamente, niños no nacidos. Estos abortos los realiza una conocida empresa abortista, que ha participado indirectamente en los discursos de la convención. Y estos sacrificios se realizan en aras de una ideología cruel, o de la comodidad y felicidad engañosas que se dice procuran.

Y en esta convención, la más abortista que nunca se haya celebrado, se justifica el aborto, por los máximos líderes del partido, porque el niño a quien se mata sería meramente una parte del cuerpo de la madre, la cual tendría el derecho a disponer de su propio cuerpo. Como veremos eso es médicamente falso, aparte de lo que podemos comprender por simple sentido común.

Y empecemos con un texto de la Sagrada Escritura en que se nos relatan crímenes semejantes de la antigüedad: “Y porque aborrecías a los antiguos habitantes de tu tierra santa. Que practicaban obras detestables de magia, ritos impíos. Y eran crueles asesinos de sus hijos (…)”. (Sabiduría 12, 3-5). Y pese a que Dios detestaba esos crímenes, a pesar de ello, les da ocasión de hacer penitencia y arrepentirse: “Pero castigándolos poco a poco, les diste lugar a penitencia, no ignorando (…) que jamás se mudaría su pensamiento” (Sabiduría 12, 10).

Y si el Dios en que predominaba la Justicia, en el Antiguo Testamento, da ocasión a su Misericordia a los culpables, cuanto más el Dios en que predomina la Misericordia, a partir de Cristo, evitará que las mujeres que han cometido ese espantoso mal caigan en desesperación, dejando abierta la puerta santa del perdón a las sinceramente arrepentidas. Porque en el aborto hay dos víctimas: el niño asesinado (víctima física) y la madre que lo consiente (víctima espiritual). Ya que si el no nacido, va al Cielo (antes o después), en cambio la madre culpable flirtea, si no se arrepiente, con el infierno. La madre es a menudo víctima también psicológica: el trauma que arrastran muchas que han abortado y negado el instinto natural a la maternidad.

Decían en la Convención los líderes que propagan la cruel cruzada abortista que la embarazada tiene derecho a disponer de su propio cuerpo, dando por cierto que el feto es simplemente una pieza más del organismo de la madre. Pero el niño concebido tiene ya un carnet biológico, un ADN, distinto del de la madre gestante y no es pues parte del cuerpo de la embarazada. Y, además, es sabido que el organismo de la mujer encinta segrega una sustancia hormonal que impide o evita que el feto concebido desencadene en el cuerpo maternal la respuesta biológica a un cuerpo extraño. Se trata pues de que éste es un cuerpo distinto del de la embarazada.

Y si es otro ser diferente y con ADN humano, acabar con su vida no es como arrancarse una muela, sino que es asesinar a un ser humano distinto. Una feliz comparación nos advierte que, por ejemplo, un taxista no goza del derecho a matar a un viajero por más que esté alojado en el taxi de su propiedad. Del mismo modo la madre que alberga en su seno a un ser humano distinto no tiene derecho a matarlo: No puede matar al inquilino. La madre, por el contrario, por moral natural es constituida en guardiana de su bebé y se le pide acogerlo con ese amor con que Dios ha dotado a la madre que no rechaza su bella y entrañable condición.

Es penoso que el Partido demócrata, que se supone defendía la suerte de los más desfavorecidos, sea abanderado del genocidio de los más débiles, inocentes e indefensos: los niños aún no nacidos. Sólo una lógica diabólica puede estar detrás de esta desgraciada deriva. Esta lógica maligna ha podido hacer de algunos católicos cómplices de tan grave crimen, sin exceptuar a alguna jerarquía católica que pasó por la convención sin condenar el abortorio.

Y, si con buena voluntad, defendemos las causas de los más débiles, haciéndoles justicia, ¿quiénes son más débiles, inocentes e indefensos que los niños aún no nacidos? ¿Quién merece más que se les haga justicia?

Javier Garralda Alonso