La ley natural y la ley positiva prohíben que exista un supuesto derecho a venderse a un mismo como esclavo. Tal tipo de contrato sería nulo de pleno derecho. Y es que hay derechos que están anclados en el mismo ser del hombre y nadie, ni el propio interesado, puede abolirlos. (En nuestros días hay pactos semiesclavistas, p. e., los llamados vientres de alquiler, que rebajan a la mujer a ser como animal de cría y que, en puridad, son nulos).
Pero en los pactos esclavistas aún se conserva en cierta medida el derecho a la vida. Cosa que no ocurre en el pacto eutanásico, pues se renuncia a la fuente de todo derecho al abdicar del derecho a la vida. Por tanto, paradójicamente, se trata del derecho a no tener ningún derecho, pacto peor que el esclavista. Por tanto, ningún derecho natural ni constitucional, al menos según el espíritu de una constitución que otorgue y garantice determinados derechos, puede abolir la fuente de todo derecho, la vida, sin entrar en abierta contradicción.
Pero supongamos que el monstruoso pacto eutanásico se acepta porque es teóricamente “voluntario” (lo mismo habría que aceptar el pacto de venderse a uno mismo como esclavo ya que también sería voluntario).
Así, al menos inicialmente se propugna que es voluntario (y se olvida que el primer gobierno que instauró la eutanasia fue el del tiránico Hitler). Porque luego la posterior deriva o evolución llega a imponer la eutanasia sin voluntad propia, como sucedió con Hitler, y pasa en el presente en países pioneros en tal práctica, como Holanda y Bélgica (para menores y disminuidos, de momento) revelando su carácter totalitario de quiebra de todo derecho personal natural.
Por otra parte, una familia normal no alentará la eutanasia de sus miembros enfermos, antes bien cuidará su vida, pero, por desgracia, hay muchas familias no normales en que cuidar a un enfermo se tendrá por carga insoportable, o bien mezquinas consideraciones económicas pesarán en su ánimo, y tratarán de influir o presionarán al enfermo, que quizá está postrado en el lecho, para que solicite la eutanasia “voluntariamente”, con lo que la seguridad jurídica real se verá socavada y se puede dar lugar a asesinatos encubiertos con el celofán eutanásico.
Llegados a este punto, permítasenos realizar una valoración moral del acto eutanásico. Ya hemos visto que torpedea los derechos naturales y que puede minar la seguridad jurídica. Añadamos ahora el criterio moral de la Fe católica, y en gran medida de la moral natural. La eutanasia comporta un homicidio y un suicidio y ambos actos son crímenes o pecados muy graves. Y si uno muere sin arrepentirse sinceramente de tales pecados afronta una condena eterna: por evitar un sufrimiento pasajero se flirtea con un dolor desesperado para siempre.
Sin embargo, incluso el suicida puede en un ultimísimo momento arrepentirse y así salvarse. Se expresa así el Catecismo de la Iglesia Católica en su número 2283: “No se debe desesperar de la salvación eterna de aquellas personas que se han dado muerte. Dios puede haberles facilitado por caminos que Él sólo conoce la ocasión de un arrepentimiento salvador”.
Ante situaciones de intenso dolor físico o sicológico sí tenemos un derecho sano y natural a hacer lo posible por aliviar el sufrimiento con los adecuados modernos cuidados paliativos.
Y una última reflexión: En nuestra sociedad se experimenta un extremado rechazo a todo sufrimiento por pequeño que sea. Pero el cristiano en vez de desesperar con el padecer puede verle un aspecto positivo uniéndolo a la Pasión de Jesús, Dios y hombre que padeció con sacrificio salvador. Este aspecto salvífico del dolor queda patente en palabras de la Virgen a los niños de Fátima, el 13 de mayo de 1917: — “¿Queréis ofreceros a Dios para soportar todos los sufrimientos que os quiera enviar, en reparación por los pecados con que Él es ofendido y en súplica por la conversión de los pecadores?” – “Sí queremos”, respondieron. Y la Virgen prosiguió: — “Vais, pues, a tener mucho que sufrir, pero la gracia de Dios será vuestro consuelo”.
He aquí el sufrimiento ennoblecido y sostenido por la fuerza y el consuelo de Dios: Una santa anti-eutanasia.
Javier Garralda Alonso