Lógicamente miramos con horror a quienes matan físicamente, especialmente si es a niños.
Pero atentar contra la salud sicológica, contra el sentido del bien, de la belleza, de la bondad, de la inocencia, de la capacidad de amar con pureza, de obedecer amorosamente a Dios e inducir a comportamientos que están en oposición a estos bienes morales y espirituales, es asesinar o lesionar gravemente el alma humana, su espíritu inmortal.
Y más valiosa que el cuerpo es el alma que lo informa y por tanto es más criminal dañar el espíritu, especialmente el de los menores.
Viene todo esto a la mente al constatar cómo se impone en colegios públicos contenidos gravemente inmorales, especialmente en “talleres” extracurriculares LGTB, en que se anima a los menores a practicar conductas sexuales depravadas y antinaturales.
Y, por desgracia, en la franja que va de izquierda a derecha del espectro político en España, son cómplices de esta corrupción de menores, con escasas excepciones, todos los partidos políticos.
Estos corruptores de menores blasonan de libertad y de propagar la libertad, cuando ellos mismos son míseros esclavos de sus pasiones exacerbadas, esclavos del mal, del pecado y del Maligno.
Aunque en un sentido amplio no son sólo víctimas los niños y jóvenes inermes; también lo son los autores de tales atrocidades, convertidos en títeres del mal. Y si son tales esclavos de modo poco consciente, aún cabe que un día se aperciban de a quién están sirviendo y se arrepientan y enmienden. En tal caso nuestro Dios cuya misericordia es infinita aún los acogería como un padre dolido.
Pero si ejecutan este mal con toda consciencia, no olvidemos las terribles palabras del Evangelio sobre quienes escandalizan (inducen a otros al mal):
“Es inevitable que haya escándalos; sin embargo ¡ay de aquél por quien vengan! Mejor le fuera que le atasen al cuello una rueda de molino y fuese arrojado al mar, antes que escandalizar a uno de estos pequeños”. (Lc 17, 1-2)
Javier Garralda Alonso