VIOLENCIA JUVENIL, UN LASTRE DEL SIGLO XXI

DR. PAULINO CASTELLS

“No existe el gen de la violencia  y nuestro destino no está en los genes.”

Han G. Brunner, genetista holandés

Las semillas de la violencia

El ser humano nace con las semillas de la bondad, la racionalidad, la tolerancia y la comprensión, pero también con las simientes del disparate, del odio, de la xenofobia y de la crueldad -según dice mi amigo y colega neoyorquino Luis Rojas Marcos-. No obstante, la prueba fehaciente de que la gran mayoría de hombres y mujeres somos benevolentes es que la Humanidad aún perdura.

Respecto a la crueldad quisiera constatar aquí que esta actitud emocional negativa nos diferencia esencialmente de la agresividad animal. Ya que cuando se manifiesta en los animales siempre es impulsada por el miedo a ser dañados, porque cuando ellos matan lo hacen para sobrevivir y lo hacen de la forma más rápida posible (sin sufrimiento de la víctima), y en las luchas para demostrar superioridad permiten que el contrincante se retire sin perseguirlo (sin rencor ni posteriores represalias). Mientras que la agresividad en los humanos en numerosas ocasiones adopta cariz de crueldad de carácter ofensivo. Así, pues, quiero que quede bien claro que el goce con el sufrimiento ajeno es una característica exclusiva del ser humano. En otras palabras: solo el hombre tortura.

Las semillas de la violencia que el aire lleva (y que germinan en donde caen, por ejemplo en las sufridas escuelas) proceden de plantas distintas, como pueden ser: la situación económica de la familia; el desgarramiento del tejido social; la claudicación de los adultos responsables del ejercicio de la parentalidad (madres angustiadas y padres dimisionarios, tránsfugas o ausentes); las tensiones de una sociedad competitiva (acumuladora únicamente de bienes materiales); los niños incapaces de controlar sus impulsos, etc.

Sumando factores negativos, la sociedad no proporciona ni proyectos de identificación ciudadana ni puntos de referencia coherentes. La juventud tiene como alternativa el individualismo feroz o la integración en bandas y tribus urbanas. Asimismo, los medios de comunicación no enseñan el comportamiento emocional que haga posible la convivencia.

La violencia florece allí donde reina el desequilibrio entre aspiraciones y oportunidades o existen marcadas desigualdades económicas. Especialmente fecundas para el cultivo de la delincuencia son las subculturas abrumadas por la pobreza, el desempleo, la discriminación, el fácil acceso a las armas, un sistema escolar ineficaz y un política penal deshumanizada y revanchista que ignora las medidas más básicas de rehabilitación.

Un caldo de cultivo fértil para la proliferación de la violencia es la anomia (término acuñado por el sociólogo Emil Durkheim a principios del siglo XX, para definir la ausencia de reglas sociales que guíen las conductas de las personas), se trata de un gravísimo estado de desintegración cultural que surge en una comunidad cuando las necesidades vitales -tanto físicas como emocionales- no se satisfacen y las personas se frustran progresivamente, para acabar transformándose en una situación global de intolerancia y desinterés total por la convivencia.

A manera de síntesis de estas ideas, la experiencia me confirma que las semillas de la violencia se “siembran” en los primeros años de la vida en el seno del hogar (y después se llega a la adolescencia, crucial etapa que  comparo con el final de una melodía que empezó a tatarearse en la cuna del bebé), luego estas semillas se “cultivan” en un medio social que estimula la incompatibilidad entre aspiraciones y oportunidades reales de los jóvenes, y “crecen” avivadas por “valores” culturales que glorifican las soluciones agresivas de los conflictos entre las personas.

Reflexionando sobre la violencia

Sobre este tema tan complejo que debatimos, podríamos fácilmente hablar en plural, esto es: de “violencias juveniles”. Es decir, podría abordar este planteamiento desde diversos ángulos, y cada uno tiene su propio peso específico, como, por ejemplo: la delincuencia cometida por jóvenes; la aplicación de la ley del menor (y sus deficiencias); las bandas organizadas; las tribus urbanas; los grupos violentos o radicales;  la violencia escolar (acoso entre iguales o bullying horizontal, y acoso a los maestros o bullying vertical); la violencia en el deporte; maltrato a padres (niños tiranos); la violencia de fin de semana (movidas nocturnas, macrobotellón, circulación de riesgo, etc.), entre otras variables que preocupan actualmente a nuestra sociedad.          Voy a intentar exponer a continuación las características generales de los diferentes tipos de violencias juveniles, para que podamos reflexionar sobre las mismas y así tratar de aclarar las causas, buscando su prevención en el futuro.

Vaya por delante una consideración importante: es una realidad evidente que en gran parte de los episodios violentos se ven implicados jóvenes; pero también es más frecuente que a los jóvenes les corresponda el papel de víctimas antes que el de agresores.

Para empezar, deberíamos distinguir entre violencia explícita, es decir la violencia objetiva, la que genera tensiones y produce hechos violentos en el día a día en las casas, escuelas y calles, y la violencia potencial, la gran desconocida, la que se está incubando en las actitudes y visiones del mundo de los jóvenes, más peligrosa si cabe y para la que debemos estar preparados.

En relación a la violencia explícita hay que intentar ser ecuánimes en su valoración, en la medida de no pasarnos de tremendistas pero tampoco minimizar el fenómeno en cuestión. Ya que la violencia juvenil en sí, genera una serie de reacciones en los ciudadanos, como, por ejemplo: inseguridad y sus efectos de hacer emerger miedos; desconfianza en las instituciones; prejuicios hacia determinados colectivos (étnicos, religiosos, de orientación sexual, etc.); desestabilización social y sus consecuencias de aislamiento grupal y, por último, la conocida espiral de “violenciarepresión-violencia”, lo que supone un riesgo para una sociedad democrática y sus instituciones y valores.

Como ejemplo de esta situación de violencia explícita -según expone José Vicente Herrera, Subdelegado del Gobierno (Alicante, 2001)-, sirvan estos datos:

–        Sólo en la Comunidad de Madrid, hay 420 escuelas que tienen contratada vigilancia privada para evitar que se asalten sus instalaciones.

–        En el año 2000 hubo en España 35.000 detenidos menores de edad. De los cuales 1.206 eran menores de 13 años. De los cuales 110 niñas y 2 por homicidios.

–        El 34 % de los menores de 15 años, piensan que las ONGs que luchan por la concordia y la tolerancia “son bobadas”.

–        Las tiendas de venta de artículos paramilitares han multiplicado por cinco sus ventas a menores de 20 años.

–        El 21 % de los jóvenes afirman que los problemas entre compañeros es preferible resolverlos “a golpes” antes que dialogando.

En cuanto a la violencia potencial, es necesario hacer un ejercicio de imaginación premonitoria respecto a lo que sucedería a nuestra sociedad con el paso del tiempo si no se llegaran a modificar las actitudes actuales (autoritarias y antidemocráticas)  de determinados colectivos juveniles. En este caso, si persistiera en ellos esa particular visión del mundo, cuando esos jóvenes tengan unos 35-40 años, es decir dentro de 15 o 20 años, esos grupos “transgresores” (por llamarlos de alguna manera) podrían tolerar e incluso participar -según opinan futurólogos de la política- en la sustitución del sistema democrático, por otro de signo totalitario.

Causas que predisponen a justificar la violencia juvenil

Según mi personal visión de la situación, cuatro son las causas principales:

1.- Retraso en la incorporación de la gente joven a una vida social plena dentro de la sociedad adulta.

2.- Se están desarrollando formas concretas de marginalidad social que afectan especialmente a la condición juvenil.

3.- Existe un manejo agresivo y falso de la imagen de la juventud, donde se tiende a explicar (y justificar) el desorden social como resultado de la “lógica” irresponsabilidad juvenil.

4.- Se ha producido la sustitución de las funciones sociabilizadoras de la familia y de la escuela, por las que ejercen los medios de comunicación (televisión, internet, videojuegos, móviles, etc.), los grupos de iguales o pares y los mensajes (implícitos o explícitos) que emite la Administración en general.

Veamos a continuación las características de cada una de estas causas.

1.- Retraso en la incorporación del joven en la vida laboral y social adulta.

Este retraso en la emancipación de nuestros jóvenes (la mayoría de gente joven permanece más tarde de los 25 años en la casa paterna) se explica por razones objetivas de “carácter económico” (escasez de empleos; insuficiencia de los salarios; inestabilidad laboral; dificultad de adquisición de vivienda propia, etc.) y de “carácter acomodaticio” (estrategias de retención de los hijos en la casa paterna;relaciones de pareja viviendo cada hijo en su casa (LAT: Living Apart Together); etapa adolescente como un fin en sí misma, etc.).

Así,  al no poder (o no querer) acceder a la emancipación y a la independencia económica y emocional de su familia de origen, nuestros jóvenes han de encontrar lo que yo llamo una “emancipación vicariante”, a base de reiteradas y prolongadas salidas nocturnas y de largos fines de semana (botellón, promiscuidad, etc.) y búsqueda de “experiencias fuertes” con conductas de riesgo (abuso de sustancias; conducción suicida; enfrentamientos con la policía, etc.).

2.- Desarrollo de formas concretas de marginalidad juvenil.

Estas situaciones de marginalidad se manifiestan en la formación de pandillas y tribus urbanas (heavies, punkies, okupas, skin-heads, etc.) ; acciones políticas radicalizadas en extremo, y el extenso ámbito de la drogadicción y la delincuencia.       Partiendo de la premisa de que hay una incuestionable relación entre el dinero -o la ausencia de él- y violencia, en estos jóvenes marginales acostumbran a coincidir las siguientes variables: hijos de familias cuyos padres están en el paro; madres y padres adolescentes, matrimonios jóvenes que viven de subvenciones y en el hogar paterno; parejas abocadas a posponer la paternidad o a reducir el número de hijos por motivos económicos; jóvenes explotados laboralmente, etc. es decir, situaciones en donde, de alguna manera, la variable de signo económico está presente.

A todo ello, hay que añadir la teoría desarrollada por el profesor James Wilson, de UCLA, conocida como la “teoría de los cristales rotos”, cuya tesis no es otra que el desorden conduce al desorden, y el pequeño delito lleva al final al gran delito.

3.- Manejo en los medios de comunicación de la imagen agresiva de la juventud.

“¡Qué grande es ser joven!”, es el conocido lema que se destila en los medios de comunicación, magnificando la manera de ser juvenil y mostrándola como imagen de vitalidad a imitar por la sociedad en general. “Todo lo joven es bello y todo lo viejo es decrépito”. Estamos abocados, pues, a una forma de comportarnos inmadura -que ha venido a llamarse “juvenilismo” o “juvenocracia”- que impregna completamente nuestro modo de vivir adulto.

Asimismo, a través de los escabrosos informativos televisivos (recreándose en el morbo de la noticia), la profusión de truculentas películas thriller, la violencia sexual de los reality-shows televisivos, los machistas videojuegos, las provocadoras letras de las canciones de rock-punky o de los videoclips, etc. nuestros jóvenes van ingiriendo la carga de agresividad que se supone “necesaria” para que aprendan a manejarse autónomamente por la vida.

La programación de las cadenas televisivas tiene un contenido ético, moral e ideológico, que presenta a menudo una visión del mundo muchas veces injusta, falsa o drásticamente deformada, que no favorece actitudes ni conductas prosociales, solidarias o democráticas. El contenido televisivo, favoreciendo el consumo de drogas, promiscuidad sexual, violencia y materialismo consumista, es asumido por muchos de los jóvenes como real y deseable para el desarrollo exitoso de su vida y personalidad: muchos identifican el mundo real con el que ven en las pantallas.

En conjunto, se puede considerar a “la televisión como una droga dura”, por los perniciosos efectos que causa en  los más débiles -jóvenes de alto riesgo (véase más adelante)- como son: embotamiento mental, bloqueo de la facultad de pensar, apatía general y falta de criterio, etc., y porque su perfil de adicción (teleadicto) es perfectamente superponible al del drogadicto clásico (dependencia total al producto, síndrome de abstinencia, etc.), pudiendo instigar a la violencia (física, verbal, sexual) y al consumo de otras drogas. En esta línea acuñé el término de botellón electrónico, para referirme al conjunto de pantallas (televisión, ordenador, videojuegos, móviles, etc.) que consume el adolescente en solitario, en el reducto inviolable de su habitación, y que le hace aislarse peligrosamente del medio familiar, escolar y social. No olvidemos que las pantallas, aunque por sí solas

4.- Sustitución de la familia y la escuela en su función sociabilizadora del joven.

En las generaciones anteriores, la familia y la escuela eran las instituciones que tenían mayor influencia en el proceso de sociabilización de los niños. Mientras que, en la actualidad, la familia sigue siendo proveedora de afectos (por algo también se la denomina: fábrica de sentimientos) y la escuela es proveedora de conocimientos académicos; pero ni la una, ni la otra tienen relevancia suficiente como transmisoras de valores para la integración social de los jóvenes.

Antes había unos modelos familiares y escolares muy claros con los cuales identificarse. Los niños sabían en todo momento lo que tenían que hacer y lo que se esperaba de ellos. Existía lo que denomino una confabulación educativa familiaescuela-calle, de tal manera que lo que decían los padres en casa, se repetía con puntual exactitud en la escuela y se hacían similar eco el vecino del rellano, el pescadero del barrio y el guardia urbano de la esquina. Prácticamente todo el mundo circundante del niño compartía las mismas creencias morales y educativas, y las personas las expresaban con un lenguaje unificado.

Ahora, nuestros hijos están expuestos a muy variados ejemplos de identificación que no pasan necesariamente por la puerta de su casa, sino que se introducen sibilinamente en el hogar y hacen mella en el desarrollo psicoemocional de los menores. Ya no existe la “confabulación educativa” a que hacía referencia, sino que cada uno de los modelos identitarios que rodean al joven tira por su lado. Siguiendo con la idílica escena de concordancia educativa de los diferentes agentes sociales que les expuse antes: ahora la escuela, a menudo, ya no coincide con el ideario que se respira en casa; el vecino del rellano con su ejemplo diario (mal ejemplo, en este caso) contradice lo que los padres se empeñan en inculcar a los hijos; el comerciante del barrio transmite su particular ideología a los clientes y el guardia urbano también se guía por su personal manera de interpretar la vida… (y cuando hago mención al simbólico “vecino del rellano”, entiendan que también me estoy refiriendo al intrusismo televisivo y a la influencia de los iguales).

En conclusión a lo que acabo de exponer, hemos de quedarnos con la idea de la precaria efectividad de las medidas educativas familiares y escolares, si no van acompañadas de un apoyo mediático que coincida con ellas. Es decir, la implicación social es fundamental para que tengan éxito los mensajes educativos de la familia y la escuela. Así pues si queremos apuntalar una básica efectividad educativa: la sociedad ha de ser congruente con la labor que se desarrolla en los hogares y las escuelas.

Procesos de naturalización de la violencia

El hecho de que ya nos hayamos acostumbrado a convivir en una sociedad violenta se debe a que incorporamos a nuestra estructura mental (es decir, interiorizamos) los “hechos violentos” como acontecimientos habituales que ya forman parte -o pueden formar parte- de nuestra vida cotidiana, como, por ejemplo, sacar el perro a pasear, llevar al hijo a la escuela o ir de compras al supermercado.

Veamos a continuación los procesos que dan carta de naturalidad a los hechos violentos:

–        Imágenes de la violencia como algo natural y transmitidas continuamente por los medios de comunicación (informativos, telefilms, etc.): las conductas violentas se enseñan continuamente en los medios, y aunque hay quien disculpa a la televisión como un reflejo de la sociedad, nadie puede negar que tiene un importante papel de amplificador.

–        Confusión entre modelos reales y simbólicos: el joven que no sabe diferenciar lo que es pura ficción mediática y situaciones reales de la vida.

–        Antes la violencia estaba en manos de instituciones (ejército, policía) y ahora también está en manos de particulares o grupos de particulares (pandillas, mafias, etc.).

–        Frustración entre oferta social y aspiraciones reales, que da lugar al “malestar del bienestar”, ya que las aspiraciones de los jóvenes crecen en progresión geométrica, mientras que las realizaciones posibles crecen en progresión aritmética.

–        Habituados a vivir en una sociedad violenta: que aparentemente nos “inmuniza” ante los hechos violentos.

–        Hacen falta mayores dosis de violencia para producir los mismos efectos, así las muestras de violencia hoy día han de ser mayores que antaño para que sacuda la sensibilidad de las personas: hay que reajustar los umbrales en la “normalización” de la violencia.

–        Anonimato de la ciudad e impunidad en realizar actos violentos con apatía de ayuda ciudadana: refugiados en nuestra propia privacidad (“Mientras van a por otro, no van a por mí”).

–        Anestesia por el dolor ajeno (e hipersensibilidad para el mínimo dolor propio).

Factores de riesgo en el propio joven y en sus relaciones interpersonales

Es bien conocido que el consumo de sustancias con capacidad de adicción puede generar una psicopatología en el joven que se manifieste con conductas violentas y antisociales. Parece ser que en el caso del alcoholismo familiar se transmite entre los descendientes varones como una predisposición genética (no obstante no llegan al 30 % los hijos d alcohólicos que acaben siendo ellos mismos alcohólicos). La edad es una variable importante a tener en cuenta; así, por ejemplo, el consumo de alcohol en edades precoces (antes de los 15 años de edad) influye en el riesgo de consumir marihuana más tarde, y cuanto antes se consuma marihuana, mayor es el riesgo de adicción a otras drogas ilícitas.

El fracaso escolar es un importante factor de riesgo asociado fundamentalmente a la delincuencia, aunque la drogadicción no queda excluida

como consecuencia del descalabro estudiantil. Sin embargo, la mayoría de estudios sugieren que el ajuste social del niño es más importante que los resultados académicos en los primeros cursos de la escuela para la predicción de posteriores comportamientos violentos y abuso de sustancias. La precoz conducta antisocial en la escuela predice el fracaso escolar posterior y el consumo de drogas más adelante. La combinación de agresividad y timidez en la relación con los compañeros en los primeros cursos escolares es un explosivo cóctel que predispone más tarde a las conductas adictivas.         La conflictiva familiar también está en la base de numerosas conductas juveniles violentas, en especial cuando hay un clima de agresividad dentro de la familia (disputas graves del matrimonio, enfrentamiento severos entre padres e hijos, etc.), independientemente de cual sea su estructura (ausencia de algún miembro, familia monoparental, etc.). Así, pues, aquí tengo que hacer una puntualización sumamente importante: no es la estructura familiar la que determina futuras desviaciones de conducta de los hijos, sino el grado de conflictividad intrafamiliar.

No obstante todos estos factores que he expuesto no tienen porque transformar en violento a un joven que esté en situación conflictiva, sino que dependerá de las particularidades de su desarrollo psicoemocional y de la fragilidad de su personalidad. Siguiendo estas consideraciones, vayamos a establecer un perfil del joven de alto riesgo:

–        Conducta rebelde antisocial.

–        Tendencia al retraimiento y a la agresividad.

–        Pobre interés por el estudio (fracaso escolar).

–        Baja autoestima.

–        Insensible a las sanciones.

–        Pobre empatía con los demás.

–        Frecuentes mentiras.

–        Poco control de los impulsos.

–        Alcoholismo familiar (en varones).

–        Deterioro económico de la familia.

–        Situación familiar conflictiva (separación matrimonial, maltratos, etc.) –        Uso de drogas antes de los 15 años.

–        Amigos íntimos que usan drogas.

También una historia familiar de conductas violentas o antisociales es otro factor de riesgo a tener en cuenta. Hay incluso quien considera el persistente comportamiento agresivo en niños de 5 a 7 años de edad como dato predictor de futuras conductas antisociales, incluyendo consumo de drogas, en la etapa adolescente. La impulsividad/hiperactividad que se da en los trastornos por déficit de atención con hiperactividad (TDAH) es un factor de riesgo en la génesis de futuras conductas violentas y en el consumo de sustancias, siempre y cuando estos pacientes no hayan sido diagnosticados a tiempo y tratados adecuadamente. Aquí tendría que añadir las enfermedades mentales, desde los trastornos severos  que impiden la escolarización, pasando por los trastornos de personalidad (en especial los tipos límite o borderline y antisocial) y determinadas psicosis (como la esquizofrenia paranoide), que en conjunto manifiestan un déficit de la capacidad de autocontrol.

Causas generadoras de violencia

Siguiendo con los factores de riesgo capaces de generar violencia en los jóvenes, nos toca ahora considerar los ambientes en que se relacionan desde los precoces años de la vida, tanto cuando se trata del ámbito familiar disfuncional, o cuando lo es el ámbito escolar o el social en general.

En el ámbito familiar disfuncional encontramos habitualmente:

–        Familias inestables con problemas de desempleo, sin identidad y con un gran componente de amargura en las figuras parentales.

–        Hijos no deseados.

–        Maltratos físicos o psicológicos, o abusos sexuales.

–        Madre incapaz de entender las necesidades afectivas de su hijo.

–        Padre distante, ausente o violento, incapaz de dar cariño.

–        Ausencia total de autoridad y límites.

–        Continuas disputas en la familia y entre la pareja.

–        Abuso de alcohol y/o otras drogas.

–        Ausencia constante y prolongada de los padres del hogar familiar.

–        Incomunicación entre padres e hijos.

Respecto al ámbito escolar disfuncional aparecen como antecedentes habituales:

–        Mal rendimiento escolar reiterado (fracaso escolar).

–        Poca asistencia a la escuela (novillos frecuentes).

–        Asociación con pandillas marginales.

–        Drogadicción.

–        Precoz fracaso de la relación con los compañeros.

En el ámbito social disfuncional aparecen algunas constantes, que ya comenté en un anterior apartado (“Procesos de naturalización de la violencia”):

–        Habituación a vivir en una sociedad cada vez más violenta.

–        Predisposición a resolver los problemas violentamente.

–        Impunidad en la realización de los actos violentos.

–        Apatía en la ayuda altruista de los ciudadanos.

La violencia, como todo, se aprende

Tanto la televisión, el cine, los videojuegos, como los cómics, las letras de canciones o las vallas publicitarias, ensalzan a menudo las figuras de jóvenes violentos, llegándose incluso a una auténtica apología de las actitudes agresivas y violentas.         Es cierto que los seres humanos heredamos factores genéticos que influyen en nuestro carácter, pero también es cierto que los ingredientes innatos que configuran los complejos comportamientos, como la crueldad o el altruismo, son producto de un largo proceso evolutivo condicionado por las experiencias individuales, las fuerzas sociales y las normas culturales.

Es bien conocida la evidencia de que las criaturas que crecen entre malos tratos y humillaciones tienden a volverse emocionalmente insensibles a estos horrores y a asumir que la agresión es la respuesta automática ante las contrariedades. Y luego, una vez mayores, estas personas continúan el ciclo perverso maltratando a sus descendientes y a sus congéneres; aunque siempre hay notorias excepciones.        Siguiendo en esta línea que les apunto, cuando me toca encarar el tema del acoso entre iguales (bullying) y tengo que describir el perfil del matón escolar, le atribuyo a él tan papel de víctima como a la víctima propiamente dicha -aún salvando las distancias que separan a cada uno de ellos-, ya que el matón (toro o bull) en algún momento ha tenido que “aprender” en su propia carne o en su entorno inmediato estas conductas violentas que ahora utiliza.

El caldo de cultivo actual que ofrece la sociedad es el más idóneo para que se generen las conductas violentas: para el joven, en la sociedad actual, nunca anteriormente ha sido tan grande la fractura entre lo que se le ofrece y lo que de hecho va a poder obtener. En el terreno laboral, por ejemplo, las posibilidades de encontrar trabajo son muy escasas y, en caso de adolescentes con poca capacitación, prácticamente nulas. Por el contrario, la oferta consumista es inmensa, raya en lo demencial. Así, mientras que la gran mayoría de los jóvenes no tienen ingresos propios, las incitaciones a asistir a conciertos, a comprar prendas de marca (obviamente caras) y a disfrutar de los placeres de la vida, son constantes. Por otro lado, las insinuaciones a la competitividad (no importan los medios a utilizar), la valoración de la fuerza y el poder, y el desprecio al más débil, también son constantes.

Ante esta deplorable situación conductual de una parte de la juventud, cabe preguntarse: ¿dónde han quedado las incitaciones al trabajo bien hecho, al saber sacrificarse, al espíritu de economizar, al pensamiento crítico, a la solidaridad social, a la observación de la religión o al respeto a los mayores?… Es muy fácil culpar a los jóvenes de los males que les afligen e igualmente fácil afirmar que la generación de sus padres, e incluso de sus abuelos, ha destruido los valores que sirvieron de apoyo a una generación tras otra. Pero, la realidad es mucho más compleja.

Ciertamente la violencia se aprende. Pero hay que aprender también mecanismos para neutralizarla o evitar que se produzca. Decía el psicoanalista infantil Bruno Bettelheim que necesitamos que se nos enseñe qué debemos hacer para contener, controlar y encauzar la energía que se descarga en violencia hacia fines más constructivos. Lo que brilla por su ausencia en nuestro sistema educativo y en los medios de comunicación es la enseñanza y promoción de modos de comportamiento satisfactorios con respecto a la violencia.

Todos los indicadores sociales actuales permiten prever que la competitividad, la penuria de puestos de trabajo para los jóvenes y la incertidumbre ante el futuro, van a ir en aumento, por lo menos en los próximos años. Fumar marihuana, inhalar cocaína, beber alcohol hasta emborracharse, tener un hijo siendo adolescente o simplemente no hacer nada, son tal vez salidas a muy corto plazo, pero que a medio o largo plazo llevan a la destrucción de la persona. La sociedad -y, en cierto modo, a su cabeza los profesionales sanitarios y los docentes- tiene la obligación de escuchar a los jóvenes y hacerles partícipes en la búsqueda de remedios auténticos y permanentes, que les enseñen a convivir como ciudadanos con plenos derechos y deberes.

Prevención y tratamiento de la violencia juvenil

Obviamente los consejos que expongo a continuación son más efectivos cuando se ponen en práctica de manera preventiva que cuando se instauran a modo de tratamiento. Fundamentalmente hay que actuar en tres grandes apartados: familiar, escolar y social.

En la familia:

–        Establecer reglas claras en el hogar.

–        Autoridad parental, sin autoritarismos.

–        Procurar gratificar más que castigar.

–        Negociación de crisis y desacuerdos.

–        Fomentar vínculos de respeto, cariño mutuo y capacidad de empatía.

–        Educación en valores y en actitudes morales.

–        Adecuada supervisión de las actividades de los hijos.

–        Alejamiento de amistades conflictivas.

–        Ser coherentes en el modelo de vida que se quiere transmitir en el hogar. –        Otorgar responsabilidades y total confianza en los hijos.

En la escuela:

–        Aportar estímulos intelectuales.

–        Aumentar capacidades cognitivas.

–        Mejorar motivación y logros escolares.

–        Entrenarse en “pararse y pensar” antes de actuar.

–        Considerar las consecuencias de la conducta en los demás.

–        Entrenamiento en habilidades sociales.

–        Entender los sentimientos de los demás.

–        Detección precoz y neutralización de los focos de violencia en las aulas.

–        Recuperar la autoridad del enseñante, sin autoritarismos.

En la sociedad:

–        Represión de la violencia ciudadana, sin permitir iniciales conductas de riesgo.

–        Control estricto de la drogadicción.

–        Soporte legal eficaz a las denuncias de maltratos domésticos.

–        Red de ayuda social a las familias desestructuradas.

–        No incitar a la violencia en los medios de comunicación.

–        Enseñanza de actitudes altruistas y solidarias.

–        Concordancia de los mensajes sociales con los que se imparten en la familia y en la escuela.

–        Reinserción social del joven delincuente, con concienciación del daño causado y voluntad de reparación.

Resiliencias: factores protectores en una época de riesgo

El niño que está viviendo en un ambiente sociofamiliar de alto riesgo, con un entorno de manifiesta agresividad que fácilmente puede conducirle al aprendizaje de comportamientos violentos, que luego le pueden empujar a que emprenda actuaciones violentas, tiene que ser detectado precozmente (pediatra, maestro, psicólogo escolar, etc.), para poder poner en marcha recursos personales o institucionales que neutralicen en lo posible los agentes ambientales agresivos y/o desactiven las actitudes violentas reactivas del niño. Es decir: hay que buscar con urgencia factores protectores que salvaguarden la integridad física y psicológica del niño.

Así, pues, ante la imposibilidad de incidir sobre determinados factores de riesgo (conflictiva matrimonial crónica, psicopatología severa de los padres, deterioro socioeconómico de la familia, etc.), hay que pensar en potenciar o crear factores protectores que puedan de alguna manera contrarrestar los efectos nocivos de los de riesgo. Y aquí es donde surge el concepto de “resiliencia” (del inglés resilience oresiliency), introducido por el colega británico Michael Rutter en 1985. El cual tomó el término “resilencia” de la física, denotando la capacidad de un cuerpo a resistir, ser fuerte y no deformarse. Resiliencia es, pues, la característica mecánica que define la resistencia de un material a los choques: de tal manera que la fragilidad es tanto menor cuanto mayor es la resiliencia. Adoptado este concepto al ser humano:resiliencia es la capacidad de prevalecer, crecer, ser fuerte y triunfar a pesar de las adversidades. Otra acertada definición -esta vez psicodinámica- de resiliencia es: la capacidad de recuperar o mantener un comportamiento adaptado después del daño.

La resiliencia no se adquiere evitando riesgos, sino mediante el control de la exposición a los mismos (sería algo comparable al proceso de vacunación y la consiguiente adquisición de inmunidad corporal frente a las enfermedades). De esta manera puede explicarse que algunos jóvenes, en circunstancias de vida muy adversas, con deterioro familiar, entorno de drogadicción y delincuencia, consiguen sobreponerse a estas negativas condiciones de vida y salirse de ellas (lo que se ha dado en llamar “el orgullo de sobrevivir” en hijos de padres alcohólicos).

En esta línea, la resiliencia significa que cada persona puede hacer mucho por influir en lo que le sucede, por modificar su propio destino, creando nuevos marcos de referencia. Por el  momento conocemos algunas resiliencias o factores protectores que bien podemos sugerir a nivel preventivo o terapéutico a los jóvenes en situaciones de riesgo. Veamos cuales son estas resiliencias:

–        Asumir responsabilidades y planificar el futuro, como, por ejemplo, ingresando estos jóvenes de medios desfavorecidos en instituciones (policía, bomberos, ejército, etc.), o pueden contraer matrimonio y crear una familia estable.

–        Independencia y distanciamiento de los focos de riesgo por parte del joven, que así puede marcar límites, por ejemplo, con unos padres perturbados o matratadores, manteniendo una distancia emocional y/o física respecto a ellos.

–        Establecer relaciones compensatorias, formando pareja con personas con sólida experiencia de éxito, o bien integrándose en asociaciones juveniles: culturales, deportivas, religiosas, de ayuda social, etc., que permitan contemplar otra perspectiva de la vida.

–        Iniciativa para hacerse cargo de problemas, ejerciendo control de las situaciones problemáticas y encontrando placer en ponerse a prueba con tareas que exigen responsabilidad.

–        Ideas de creatividad y humor, llegando a descubrir lo cómico en lo trágico, hasta llegar a reírse de uno mismo, transformando experiencias preocupantes en proyectos positivos, con un sentimiento interior de belleza (recuerden el sensacional papel de Roberto Benigni internado en un campo de concentración en la película “La vida es bella”).

–        Ideología personal y moralidad, con una conciencia deseosa de llevar una vida positiva y hacer el bien, extensible a toda la humanidad.

Con todo, hay que seguir investigando para encontrar nuevas resiliencias o factores protectores, que pueden incidir beneficiosamente en los jóvenes inmersos en situaciones de severa agresividad y violencia, para que puedan ser bien conocidas estas técnicas por los profesionales de la salud infantil y juvenil, y ampliamente utilizadas en el ámbito sanitario y educativo en general.

Conclusión

Hemos reflexionado sobre la violencia en general, sobre las causas que predisponen a justificar la existencia de un clima de violencia en la juventud, sobre los procesos de naturalización de la violencia que la hacen como algo consustancial en nuestra vida cotidiana y que, de alguna manera, nos quieren hacer creer que estamos condenados a convivir con las diversas formas de actuación violencia (maltrato doméstico, acaso entre iguales en la escuela, violencia callejera, macrobotellón, etc.). También hemos examinado los factores de riesgo en el propio joven y en sus relaciones interpersonales, cuando acontecen situaciones disfuncionales tanto a nivel familiar como escolar y social.

Respecto a la prevención y tratamiento de la violencia, hasta hace poco, el interés principal de todos los estudios sobre el riesgo psicosocial de generar agresividad y violencia en los jóvenes eran en la línea de reducir las influencias ambientales adversas, es decir, los factores de riesgo. Naturalmente esta es una meta muy importante, y hay que actuar a nivel familiar, escolar y social con las medidas que hemos expuesto, pero es igualmente importante prestar atención a los factores de protección o resiliencias -ya que aunque en sí no promuevan directamente buenos resultados-, mejoran la resistencia a las adversidades psicosociales y a los peligros a que están expuestos nuestros jóvenes. Así, pues, una magnífica línea de trabajo para producir resiliencias es la actuación en tres conjuntos amplios de factores: las características de la personalidad del niño, como la autonomía, la autoestima y una orientación social positiva; la cohesión, el calor y la ausencia de desavenencias en la familia, y, por último, la disponibilidad de sistemas externos de apoyo que alienten y refuercen los intentos de adaptación y reinserción de los jóvenes que quieran abandonar la mal llamada “cultura de la violencia”.

Bibliografía del autor sobre este tema:

–        Factores de riesgo que generan agresividad y violencia en la adolescencia. An Esp Pediatr 2001; 54 (Supl 4): 286-291.

–        Violencia entre iguales. An Esp Pediatr 2004; 60 (Supl 4): 337-343.

–        La televisión ¿una droga dura? Comunicación y Pedagogía 2001; 177: 41-44.

–        Guía práctica de la salud y psicología del niño (5ª ed. Planeta, 1999).

–        Guía práctica de la salud y psicología del adolescente (coautor: Tomás J. Silber) (4ª ed. Planeta, 2006).

–        Salir de noche y dormir de día (coautor: Gema Salgado) (Planeta, 2001).

–        Enganchados a las pantallas. Televisión, videojuegos, internet y móviles(coautor: Ignasi de Bofarull) (Planeta, 2002).

–        Separarse bien. Pensando en los demás y en uno mismo (Espasa, 2005). –     Nunca quieto, siempre distraído ¿Tendrá TDAH? (Espasa, 2006).

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