“Yo no veo los colores, por tanto no existen” podría pensar un ciego que no se fiara de los que ven. A veces en una etapa de nuestra vida teníamos sensibilidad espiritual y luego esta sensibilidad se desvaneció: Como si en nuestra vista se interpusieran cataratas espirituales que nos privan de ver lo que en otro tiempo era evidente.

Refresquemos que existen hechos y fenómenos que no pueden entenderse sin un mundo del espíritu. Recordemos el comportamiento heroico de unos niños de corta edad en las apariciones de Fátima, que arrostraron la muerte, que creían inminente, antes de ser infieles a la Virgen. O cómo los mártires rezaban fervientemente por los mismos que los mataban. O que hay personas que se ofrecen a sufrir un martirio en vida por la conversión de quienes las ignoran o las atacan.

Todos estos fenómenos comprobables con datos innegables, constituyen una evidencia de que existe un mundo más allá de lo físico o biológico, un mundo espiritual. El que nunca ha considerado estos hechos como espirituales se parece a un ciego que afirmara que no existen los colores porque él no los ve. Está enceguecido para captar lo espiritual, o es ciego de nacimiento o le han sobrevenido cataratas espirituales.

También padecen un tipo de cataratas en su vista síquica los que creen en un Dios que sería mero gozne lógico que da razón de la existencia del mundo, pero desconocen el aspecto más sublime de Dios, que sí manifiestan los hechos espirituales. Un Dios que se ha manifestado y se manifiesta como fuente de santidad, un Dios santo, que aparece como amor y misericordia inconcebibles. Entonces el aspecto salvador de Dios queda en la oscuridad. Su perdón no es considerado. Y la realidad de las enfermedades espirituales, el odio, el pecado, es pasada por alto. Sin apercibirse de que negando la enfermedad se condena al paciente a no ponerse en tratamiento, a no ser curado.

Y a quienes padecen cataratas espirituales, pero querrían ver, les aconsejaríamos que examinen sin prejuicios los hechos espirituales que se dan también nuestros días y que no pueden ser explicados por las concepciones materialistas ni deístas (el Dios helado que sólo se considera pieza central de la explicación lógica del universo). Respecto a los que no quieren ver, recordemos que no hay peor ciego que el que no quiere ver, y sólo un terremoto interior puede sanar su obstinada ceguedad.

Pasiones e intereses obnubilan el juicio objetivo de los hechos e impiden ver en su pureza los fenómenos espirituales. Y, salvo un seísmo interior, se inventarán miles de argucias para negar lo innegable ya que sus cataratas visuales sólo dejan filtrarse la oscura noche de la increencia. Evidentemente ni cerrando los ojos se puede impedir que el sol vierta su ardor. Pero en la captación de lo espiritual interviene la libertad que puede optar por negar lo evidente.

Además, a veces tenemos nuestra sensibilidad espiritual adormecida y puesta a prueba: a veces no vemos el sol, tapado por las nubes, sin que pensemos que el sol no existe. Y la sensibilidad y evidencia espiritual se ha de alimentar. Ya que ella es nuestro mayor tesoro, pero hemos de emplearlo bien, ya que su no uso puede atrofiarlo.

Javier Garralda Alonso