29 MAR 2020
El autor del último libro de la Biblia se presenta así: “Yo, Juan, hermano vuestro, compañero en la tribulación y en la esperanza paciente del reino por Jesús, me encontraba desterrado en la isla de Patmos a causa de la palabra de Dios y del testimonio de Jesús”, (Ap 1, 9). Es decir, que este anciano se encuentra encerrado —en aislamiento, cuarentena, confinamiento o como queramos llamarlo—, cuando tiene una profunda experiencia de Dios. Los tres rasgos que emplea para describir el contexto que vive son los que he tomado para el título de este texto y para desarrollar su contenido.
Somos compañeros. La pandemia causada por el Covid-19 está siendo global en muchos sentidos. Una de las características de este virus, que lo hace ser extremadamente peligroso, es su alta tasa de contagio: el mal se difunde de manera muy rápida y fácil. Pero también estamos captando que, como decían los antiguos, bonum est diffusivum sui, “el bien es difusivo’’, que podemos parafrasear como “la bondad es contagiosa”. Por ejemplo, desde el pasado 10 de febrero, la secuencia completa del genoma del virus SARS-CoV-2 está disponible en acceso libre y gratuito. Esto ha facilitado el trabajo de investigación: sólo en lo que llevamos del año 2020, se han publicado 1259 artículos científicos, escritos por más de mil investigadores de todo el mundo; parece ser que hay al menos ocho prototipos de vacunas y unos 80 ensayos clínicos en marcha. Otro ejemplo, aún más conocido y encomiable, se refiere a las redes de solidaridad que, cada día y de forma loable, tejen los profesionales sanitarios (médicos, enfermeros, auxiliares, celadores y el resto del personal de nuestros hospitales y ambulatorios), los farmacéuticos, las personas implicadas en las cadenas de producción y distribución de alimentos. No podemos olvidar tampoco la virtud de los que procuran los servicios de limpieza y desinfección o el elocuente compromiso de quienes se encargan de la seguridad ciudadana. Hemos de mencionar igualmente el testimonio de los miembros de muchas parroquias y asociaciones eclesiales que atienden a los pobres, a los sin techo y a otros grupos vulnerables en la hora presente. Descuella también la entereza de cuantos cuidan de ancianos y desvalidos en sus domicilios. Notorio es el entusiasmo de los voluntarios que cotidianamente dan el do de pecho con acciones admirables. Todos ellos, y muchos más, son héroes que emprenden valiosas iniciativas, irradian generosidad, ofrecen asistencia y despliegan una maravillosa ola de caridad y altruismo entre los vecinos de nuestros barrios, pueblos y ciudades. Sin duda, estamos comprobando, en medio de esta adversidad, que somos parte de una misma y gran familia, que somos compañeros que compartimos el pan del dolor y de la esperanza.
Vivimos en tribulación. Es evidente asimismo que vivimos tiempos duros y recios, marcados por el sufrimiento, la tristeza, la incertidumbre, la amenaza y la muerte. Puede ser este un buen momento para sentir cómo las palabras orantes de los salmos bíblicos recogen una coyuntura existencial parecida a la nuestra. “Desde lo hondo a ti grito, Señor, escucha mi oración […]. Yo espero en el Señor con toda mi alma”, (Sal 130, 1. 5). O también: “Estoy agotado de tanto gemir, baño en llanto mi cama cada noche, inundo de lágrimas mi lecho”, (Sal 6, 7). Otro salmo dice unas palabras que podríamos hacer nuestras en unos tiempos en los que hemos percibido que no éramos tan fuertes ni poderosos como soñábamos: “En mi prosperidad yo pensaba: ‘No fracasaré nunca’. Pero te escondiste, Señor, y quedé desconcertado”, (Sal 30, 7-8). Las desgarradoras palabras que Jesús pronunció en la Cruz están tomadas de otro salmo: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”, (Sal 22, 2). Pero, como en todos los casos anteriores, la Escritura Santa nos muestra que la tribulación no tiene la última palabra, sino que, confiado en el misterio infinito de la misericordia divina, el creyente se abre a la esperanza: “Yo viviré para el Señor, mi descendencia le rendirá culto, narrarán su salvación a los que nacerán después, diciendo: ‘Esto hizo el Señor’”, (Sal 22, 30-32). En toda circunstancia se puede caminar hacia la vida eterna y la amistad con Dios.
En la esperanza. San Pablo sabía mucho de aflicciones y enfermedades, tanto personales como comunitarias. En la época del apóstol, las epidemias eran muchísimo peores debido a la carencias sanitarias de entonces. Desde esa atalaya pudo formular reflexiones tan aleccionadoras como estas: “Ya estamos salvados, aunque solo en esperanza; y es claro que la esperanza que se ve no es propiamente esperanza, pues ¿quién espera lo que tiene ante los ojos? Pero si esperamos lo que no vemos, estamos aguardando con perseverancia”, (Rom 8, 24-25). En otro momento, comparte su experiencia de fragilidad en la enfermedad y dice: “Muy a gusto presumiré de mis debilidades, para que habite en mí la fuerza de Cristo. Y me complazco en soportar por Cristo debilidades, injurias, necesidades, persecuciones y angustias, porque cuando me siento débil, entonces es cuando soy fuerte”, (2 Cor 12, 9-10). ¿No podemos hacer nuestras estas palabras en esta encrucijada tan especial que nos ha tocado vivir? Evidentemente, sentimos la fragilidad personal y colectiva, como sentimos también la amenaza de un germen patógeno que no acabamos de entender ni de controlar; pero es exactamente en esa situación donde el Señor sale a nuestro encuentro para alentarnos con su presencia y su promesa, para animarnos a multiplicar gestos de ayuda eficaz a los necesitados y para llenarnos de confianza, serenidad y esperanza.
Quizás recordemos dos pasajes de la historia bíblica en los que la enfermedad generalizada hizo su aparición como amenaza global. En el libro del Éxodo, Egipto sufre el flagelo de diez plagas, que incluyen peste y úlceras, (Ex 9, 1-12). En el libro del Apocalipsis son famosos los cuatro jinetes, que tienen “poder para causar la muerte por medio de la espada, el hambre, la peste y las fieras terrestres”, (Ap 6, 8). En ambos casos, el daño y la consternación son manifiestos. Pero también, en ambos casos, brota la esperanza: al inicio de la Biblia, aparece la promesa de un éxodo hacia la tierra prometida, que mana leche y miel; al final, la plenitud de “un cielo nuevo y una tierra nueva” donde el mal ha sido definitivamente vencido, (Ap 21, 1). Es decir, que también esta etapa de pandemia global puede ser para nosotros un tiempo para no abismarnos dentro de nosotros mismos y dirigir nuestra mirada a Dios con renovada humildad. Esta crisis sanitaria puede ser una oportunidad para multiplicar los gestos de bondad hacia cuantos sufren, sabiendo que somos compañeros en la tribulación. Puede ser igualmente una ocasión propicia para crecer en la esperanza y no sucumbir a nocivos pesimismos. Irá todo bien. Saldremos de este apuro. Que así sea, y que nuestra Señora, la Virgen de la Cabeza, interceda por nosotros en esta tesitura en que tanto necesitamos sentir su mano de Madre amorosa y cercana.
Mons. Fernando Chica Arellano
(Publicado hoy en
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