No pesaba sobre la Virgen la condena de la muerte física del común de los hombres, que somos pecadores, al menos en Adán y Eva, porque Ella es absolutamente inocente, sin ningún pecado, ni siquiera el original. (Catecismo, nº 1006: la muerte como “salario del pecado”).
Pero podría pensarse que, aunque no está sujeta a la muerte, Ella, por imitar a su divino Hijo Redentor, podía desear someterse al trago amargo de la muerte. Pero ya es corredentora y perfectamente identificada con Jesús, por su muerte de corazón al pie de la cruz, contemplando y viviendo la Pasión de su divino Hijo.
Esto viene confirmado en una muy bella revelación privada: “Él (Jesús) tenía que morir. Y murió con su humanidad santísima. Tú (por María) moriste por el corazón al ver sus crueles suplicios y su muerte. Ya padeciste todo para ser corredentora con Él” (Maria Valtorta, 1987, “El Hombre-Dios”, vol. V, p. 832)
Con todo, la definición del dogma de la Asunción por el Papa Pío XII en 1950 deja libre o abierta la decantación por una muerte física o por una dormición. Dice así: “(es) dogma divinamente revelado que la Inmaculada Madre de Dios y siempre Virgen María, terminado el curso de su vida terrena, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria del Cielo”. La expresión “terminado el curso de su vida terrena” no se pronuncia sobre el cómo, si abandonó esta tierra tras una muerte física o si tras una dormición o muerte aparente.
Pero prosigamos con lo que sostenemos: La Virgen, si ello hubiera sido posible, hubiera preferido morir Ella en lugar de su Hijo: muerte mística. Y es la persona humana que más vivió la Pasión de Jesús, que más se identificó con sus dolores, hasta el punto de padecer una muerte incruenta de corazón. Quedó así colmada su figura de corredentora y nada añadiría su muerte física. Y parece, así pues, correcto sostener que, por su inocencia perfecta, no gustara la muerte, herencia para nosotros de Adán y Eva.
No puede haber pasado a la otra vida, la santa de los santos (tanto si fue dormición o muerte física) sino por un rapto o éxtasis de amor, por un amor indecible, por una herida centuplicada de amor, que la dejó con sus sentidos suspendidos.
Dice el Catecismo, nº 1005, que la muerte es la separación del alma del cuerpo. Y en este sentido, si se entiende por muerte la separación del cuerpo de la parte más selecta del alma, como en un éxtasis, podría hablarse de muerte. Pero, si se entiende como separación del alma vivificadora, que comporta el inicio de la corrupción corporal y el espasmo de la muerte, en este sentido la Virgen no murió, sino quedó adormecida en éxtasis amoroso y sublime (op. Cit. 871-872).
Javier Garralda Alonso