SIMPOSIUM SOBRE MÉDICOS SANTOS
El beato Pere Tarrés i Claret nació en Manresa el 30 de mayo de 1905, hijo de padres obreros. En 1928 se graduó en medicina, ejerciendo esta profesión con gran competencia científica, responsabilidad y dedicación hacia los enfermos a los que trataba con delicadeza, viendo en ellos al mismo Jesucristo. Su un gran devoción a la Madre de Dios lo llevó a vivir la castidad como virtud liberadora. Fue un apóstol incansable de la juventud en la Federaciò de Joves Cristians de Catalunya, de la que fue el alma impulsora para elevar a los jóvenes a vivir la vida totalmente cristiana, animándoles al amor a Dios y al servicio a los demás. Este amor a la juventud lo manifestó también en los encargos que el obispo de Barcelona primero y después el cardenal arzobispo de Tarragona le confiaron en la Acción Católica.
Ordenado sacerdote el 30 de mayo de 1942 se entregó a una acción pastoral múltiple dejando patente su gran corazón sacerdotal, y dándose generosamente y del todo a Dios, al que amaba con locura; santificándose en el servicio a los demás y sufriendo siempre con la sonrisa en los labios. Sus jornadas eran abrumadoras siendo un verdadero artista en armonizar su intensa actividad con una profunda vida interior. Fue viceconsiliario de los jóvenes de Acción Católica de la diócesis de Barcelona y consiliario de las jóvenes de la parroquia de San Vicente de Sarriá de la misma diócesis. Habiéndose ofrecido reiteradamente a Dios como víctima cayó rendido por la enfermedad a los 45 años, dando en sus meses de clínica una lección de fortaleza, de amor al dolor que le unía a la pasión de Cristo, de desprendimiento de las cosas caducas, de anhelo de las realidades eternas, de ansia por la salvación de los hombres y santificación de los sacerdotes.
Murió santamente el 31 de agosto de 1950. Creo que la mejor manera de acércanos al modo en el cual vivió su vocación de médico y la madurez humana y cristiana que alcanzó por el ejercicio de las virtudes durante sus años de profesión médica nos lo dice él mismo en una carta a su hermana Francisca del 9 de marzo de 1938. Amar con locura, querida hermana, quiere decir clavar nuestras manos y nuestros pies, junto a las manos y los pies sacrosantos de nuestro Divino Redentor; quiere decir llegar airosos, con la frente alta y serena y con paso firme, hasta el sacrificio de nuestra vida, si es voluntad de Dios, derramando nuestra sangre en defensa de su Nombre santísimo. 1 Amar es sinónimo de sufrir. Cuando uno más ama, más capaz es de sufrir por la persona amada. El sufrimiento es la más alta expresión del amor.
El sufrimiento es la gran arma de la santificación. Los humanos eso no lo entienden; convencidos como están de que existen en el mundo para divertirse, no comprenden como Dios permite sufrimientos a veces increíbles, en el cuerpo de los mortales. Nosotros, querida hermana, si que lo sabemos. Cada uno de nosotros es un miembro, es una parte pequeña, pequeña, del Cuerpo místico de Cristo, cuya Cabeza es el mismo Jesús. Jesús sufrió por amor nuestro, pobres criaturas, una pasión horrible, a fin de abrir con la impetuosidad de su preciosísima sangre derramada, las puertas del paraíso. Pero Jesús ha querido que nosotros. colaborásemos en cierta manera en esta obra redentora, sufriendo en nuestro cuerpo aquello que falta a su Pasión, como dice el glorioso Apóstol San Pablo. Ciertamente, si la Cabeza del Cuerpo místico, Jesús, sufrió tanto, es lógico que todos sus miembros participen en la medida de su débiles fuerzas, de este sufrimiento, a fin de colaborar -pobrísima colaboración- a la salvación de las almas. El ejercicio de mi profesión me ha facilitado que constate una cosa muy interesante. El enfermo es el símbolo del Cristo sufriente, es la plasmación de Cristo, ya que en el esfuerzo se ha de ver al mismo Jesús.
El lecho no es otra cosa que la cruz donde el enfermo sufre. Y para mí es aún otra cosa: el lecho es una especie de altar donde se inmola una víctima que sufre: el enfermo. El enfermo es la víctima que sufre, el lecho es el altar donde se inmola. El dolor es como las aguas que desciendes de les cumbres. Es una energía latente que es preciso saber aprovechar. Ofreciéndolo constantemente a Dios haremos descender del Cielo la gracia de la conversión del mundo. Pero lo más interesante es que, no sólo conseguiremos eso ofreciendo nuestro propio sufrimiento, sino también ofreciendo los dolores de nuestros hermanos, de aquellos que nos rodean, los dolores colectivos de la sociedad, de la Patria, tanto los dolores y sufrimientos físicos como los morales. Eso hace que en estos últimos tiempos haya comprendido una de las altas misiones del médico. He dicho antes, que el lecho era el altar, la habitación el templo, el enfermo la víctima, todo ello sin saberlo el mismo interesado; por tanto, para que la cosa resulte completa, falta la persona consciente que ofrezca este especie de sacrificio, falta el sacerdote; y he pensado que era el médico. ¿Te imaginas la grandeza moral del médico en este sacerdocio del dolor? ¡Oh, no vayamos a entretenernos pensando en nuestras miserias! ¡Amemos, amemos y amemos! El amor es un fuego purificador. Abandonémonos absolutamente en sus brazos santificadores.
Barcelona, 12 de mayo de 2006, durante el 22º Congreso de la FIAMC
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