Beatificación del Dr. Marià Mullerat – Homilia del cardenal Angelo Becciu

Marzo 23, 2019

«¿Quién nos separará del amor de Cristo?» (Rom 8, 35).

Queridos hermanos y hermanas:

Con estas palabras, que hemos escuchado en la segunda lectura, San Pablo proclama una certeza irrevocable, fruto de su experiencia personal. Él está firmemente persuadido de que nada «podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor» (v.39), ni siquiera los acontecimientos más dramáticos ni los sufrimientos más atroces. El apóstol retoma aquí el mensaje sobre el amor de Dios que ya aparecía en el saludo inicial de la Carta a los Romanos, cuando definía a sus destinatarios como «amados de Dios» (Rom 1,7). Sobre el tema del amor de Dios vuelve sucesivamente con admirables expresiones: «La esperanza no defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones» (Rom 5,5). Los versículos de hoy se concluyen con el tono triunfal de un himno de alabanza, porque en las diversas dificultades, los cristianos no solamente salen victoriosos, sino que además «vencemos de sobra gracias a aquel que nos ha amado» (v.37).

El beato Mariano Mullerat i Soldevila ha experimentado plenamente, en el camino de su peregrinación terrena, el amor de Cristo, y ha perseverado en este amor, no obstante, las dificultades, las tribulaciones y la persecución. Por eso la Iglesia reconoce su santidad de vida: la santidad de hecho consiste en el amor, mediante el cual permanecemos en Cristo, así como Él permanece en el Padre. La cima de la santidad se alcanza recorriendo la vía del amor: ¡no existe otro camino! Y Mariano ha ascendido a esta cima y ha alcanzado el destino de los justos y de los elegidos, del que habla el libro de la Sabiduría: vive junto al Señor porque permaneció fiel en el amor (cfr. Sab 3,1.9). A pesar de que su tiempo se caracterizó por una fuerte oleada de odio persecutorio contra el cristianismo y contra aquellos que testimoniaban la fe con las obras de misericordia, él rechazó huir y permaneció en su lugar. Continuó desarrollando, con espíritu evangélico, su misión de médico en favor de los necesitados. Al cuidado del cuerpo de los enfermos más graves, asociaba el cuidado espiritual, preparándolos para recibir los Sacramentos; al mismo tiempo que no dejaba de prestar gratuitamente las atenciones médicas a los pobres. Se convirtió así en un auténtico apóstol, que difundía a su alrededor el perfume de la caridad de Cristo.

«El que se ama a sí mismo, se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo, se guardará para la vida eterna. El que quiera servirme, que me siga» (Jn 12,25-26). El beato Mariano, desde los primeros años de su existencia, comprendió esta verdad: que el amor consiste en darse a sí mismo, es más, que es necesario dar la vida, tal como hizo Jesús. Siguiendo al divino Maestro, vivió con empeño su propia vocación cristiana mediante una existencia alegre y rica de frutos como laico católico, estudiante modelo, esposo y padre de familia ejemplar, comprometido en la vida social y política para difundir con coraje un humanismo cristiano. Nos encontramos ante un creyente que se tomó en serio el Bautismo, sembrando a manos llenas la levadura evangélica en la ciudad de los hombres.

En su actividad de médico, de alcalde, de periodista, se puede captar una clara y coherente vida cristiana, abierta incesantemente a las necesidades de los hermanos. Dada la situación de persecución religiosa que explotó en modo violento en el verano de 1936 el beato Mariano era consciente de que estaba poniendo en riesgo su propia vida, ya que era conocido de todos por su identidad de creyente y por su ferviente apostolado en las asociaciones laicales de la parroquia y en el servicio generoso a los últimos. A causa de este estilo de vida abiertamente evangélico, era considerado por los milicianos una persona “pública” que actuaba por cuenta de la religión católica. Precisamente por esta pertenencia suya fue capturado y asesinado por los enemigos de Cristo: pagó con el arresto, la prisión y la muerte violenta su fe en Jesús, hasta el sacrificio supremo de la vida. ¡Tenía 39 años!

Impresiona la intensidad del amor, demostrada por el nuevo beato, que alcanza el culmen en el gesto heroico de perdonar a los propios verdugos y, además, hasta inclinarse a curar la herida de uno de ellos. A la violencia respondió con el perdón, al odio respondió con la caridad que no lleva cuenta del mal recibido, que todo lo excusa y todo lo soporta (cfr. 1Cor 13,5-7). Es cierto que cada martirio tiene lugar en circunstancias históricas trágicas, que asumiendo a veces la forma de persecución, conducen a una muerte violenta a causa de la fe. Sin embargo, aún en medio de un drama similar, el mártir sabe trascender el momento histórico concreto y contemplar a sus semejantes con el corazón de Dios. Amando a sus enemigos y rezando por aquellos que lo persiguen (cfr. Mt 5,44), el mártir hace visible el misterio de la fe que ha recibido, y se convierte en un gran signo de esperanza, anunciando con el propio testimonio, la salvación para todos. Uniendo su sangre a la sangre de Cristo sacrificado en la cruz, la inmolación del mártir se transforma en ofrenda delante del trono de Dios, implorando clemencia y misericordia para los perseguidores.

El ejemplo del beato Mariano Mullerat i Soldevila es para esta archidiócesis de Tarragona, y para todo el pueblo de Dios que peregrina en España, un potente faro de luz, una insistente invitación a vivir el Evangelio en modo radical y con sencillez, ofreciendo un valiente testimonio público de la fe que profesamos. Su disposición a afrontar la persecución y la muerte como un paladín de la fe, sigue constituyendo hoy un claro ejemplo de fidelidad a Dios y de amor a los demás, incluso en circunstancias adversas. Su martirio representa para todos un importante estímulo que impulsa a la comunidad cristiana a reavivar la misión eclesial y social, buscando siempre el bien común, la concordia y la paz.

La beatificación de este fiel laico, cuyo final, como enseña el libro de la Sabiduría, «consideraban su tránsito como una desgracia» (Sab 3,2) no debe suscitar en nosotros solamente un mero sentimiento de admiración. De hecho, no es un simple héroe o un personaje de una época lejana. Su palabra y sus gestos nos hablan y nos impulsan a ir configurándonos más plenamente a Cristo, encontrando en Él la fuente de la cual brota la auténtica comunión eclesial, para que podamos ofrecer en la sociedad actual un testimonio coherente de nuestro amor y de nuestro compromiso por Dios y por los hermanos.

El nuevo beato nos ayuda, con su ejemplo y su intercesión, a no dejarnos vencer por el desánimo y a evitar la inercia. En efecto, este tiempo nuestro, como aquel en que vivió Mariano, es un tiempo de gracia, una ocasión propicia para compartir con los demás la alegría de ser discípulos de Cristo. Con su existencia y el testimonio de su muerte, nos enseña que la auténtica felicidad se encuentra en la escucha del Señor y en poner en práctica su palabra (cfr. Lc 11,28). Por esto, el servicio más precioso que podemos prestar hoy a nuestros hermanos es ayudarles a encontrar a Cristo que es «el Camino y la Verdad y la Vida» (cfr. Jn 14,6), el Único que puede satisfacer las más nobles aspiraciones del hombre.

Que la beatificación de hoy suscite en esta comunidad diocesana una llamada incisiva a reavivar la fe y que sea al mismo tiempo una constante invitación a las familias, fundadas sobre el sacramento del matrimonio, a ser para los hijos ejemplo y escuela del verdadero amor y “santuario” del gran don de la vida.  Pidamos al Señor que el ejemplo de santidad del nuevo beato nos obtenga abundantes frutos de auténtica vida cristiana: un amor que venza la tibieza, un entusiasmo que estimule la esperanza, un respeto que dé acogida a la verdad y una generosidad que abra el corazón a las necesidades de los más pobres del mundo.

Que la plegaria del nuevo beato, cuya intercesión invocamos confiadamente, nos obtenga todo lo que pedimos: ¡beato Mariano Mullerat i Soldevila, ruega por nosotros!

Fotos: FIAMC Press Services

Biografía

Nació en Santa Coloma de Queralt (Tarragona, España), el 24 de marzo de 1897. Fue el sexto de los siete hijos supervivientes del matrimonio constituido por Ramón Mullerat i Segura y Bonaventura Soldevila i Calvís. Recibió el bautismo el 30 de marzo, y la confirmación el 17 de mayo del mismo año 1897. Frecuentó una escuela en su pueblo natal hasta los trece años. Después lo enviaron a Reus (Tarragona), donde ingresó en el colegio «San Pedro Apóstol», perteneciente a los religiosos Hijos de la Sagrada Familia, fundados por San José Manyanet. En calidad de alumno interno realizó cuatro años de estudios, de 1910 a 1914, y se examinó con óptimos resultados en el Instituto de Segunda Enseñanza de la misma ciudad.

En 1914 comenzó a cursar la carrera de medicina en la Universidad de Barcelona. Se distinguió por su aplicación y por la profesión y defensa de la fe. Desde 1919 fue alumno interno pensionado de la facultad, con la obligación de estar en contacto directo con enfermos ingresados. Fue uno de los estudiantes más activos que recorría, especialmente durante las vacaciones, diversos pueblos y ciudades dando conferencias sobre temas católicos y socio-políticos en conformidad con la doctrina de la Iglesia. Obtuvo la licenciatura en medicina y cirugía en octubre de 1921.

Desde noviembre de 1918 entabló una correspondencia epistolar con la joven Dolors Sans i Bové en orden a contraer matrimonio, que se verificó en Arbeca, diócesis de Tarragona y provincia de Lleida, el 14 de enero de 1922. En esta población de alrededor de 3000 habitantes establecieron su hogar, y allí, y en diversos pueblos vecinos, ejerció como médico. Del matrimonio nacieron cinco hijas, aunque la primogénita murió apenas nacida en enero de 1923. Las cuatro restantes recibieron una formación profundamente cristiana. Perteneció a la asociación de los Ejercicios Espirituales Parroquiales. Se inscribió en el Apostolado de la Oración y fue presidente del grupo de la Perseverancia de la fe. Animaba a los enfermos graves a recibir los sacramentos, asistía a los pobres de manera gratis y hasta los ayudaba con medios materiales.

Desde 1923 a 1926 dirigió un periódico local en catalán, titulado «L’Escut». Fue elegido alcalde de Arbeca el 29 de marzo de 1924, y desempeñó el cargo por dos trienios consecutivos, hasta marzo de 1930. Su elección no estuvo motivada por la pertenencia a algún partido político, ni fue alcalde para hacer política, sino para servir al pueblo. Era respetado por sus conciudadanos, y trabajó en favor de una convivencia en paz entre los habitantes de la villa, e impulsó el progreso en los diferentes ámbitos, también en el religioso. Gozaba de gran prestigio en la provincia.

Al proclamarse en 1931 la Segunda República Española se manifestó muy consciente de la gravedad de la situación y del peligro que corría su propia existencia, por motivo de la fe que profesaba en el ámbito personal y profesional. Se fue preparando para lo que presentía que le iba a ocurrir y, ya desatada abiertamente la persecución, arriesgó la vida y se mantuvo generosamente al lado de sus enfermos. Fue sacado violentamente de su domicilio en la mañana del 13 de agosto de 1936.

Por lo que al Siervo de Dios se refiere, vio desde el primer momento que lo perseguían por su significación católica. Pidió entonces una vez más a su esposa que perdonara a los perseguidores, como él los perdonaba. El odio a la fe que profesaba quedaba en su caso bien patente en los gestos de los que ocuparon su morada. Antes de obligarlo a salir del hogar arrojaron por un balcón objetos religiosos que le pertenecían. Amontonados en plena calle los prendieron fuego. Pero no paró aquí la manifestación de la intencionalidad profunda que animaba a sus opositores. La animadversión hacia los valores cristianos que encarnaba el Siervo de Dios los empujó a retornar momentos después a su casa, mientras él permanecía detenido en el cuartel de la Guardia civil. Ante la fachada del domicilio familiar continuaban ardiendo las imágenes incendiadas hacía una media hora. Conminaron entonces a su viuda y suegro y, en general, a los allí presentes, a que, bajo pena de muerte, quemaran todas las imágenes que quedaban aun por la casa.   

Ni siquiera durante el tiempo de su apresamiento dejó el Siervo de Dios de hacer el bien a quienes lo perseguían. Curó a uno de sus verdugos de una herida que se causó a sí mismo al disparársele el arma homicida que portaba en sus manos. Hizo asimismo una receta para el hijo que tenía enfermo uno de los que lo acosaban. Además, subido ya al camión que lo conduciría al lugar elegido para el asesinato, recordó a sus pacientes. Pidió un lápiz y papel y escribió en él los nombres de los que esperaban su visita profesional. Después rogó a alguien de su entorno que hiciera llegar aquella lista a otro médico del pueblo, para que él mantuviera bajo su cuidado a quienes ya nunca podría atender.

Con cinco detenidos más, cuyos nombres circulaban con anterioridad como «gente de orden» que merecía ser ejecutada, fue llevado al lugar denominado «el Pla», a unos 3 kilómetros de distancia de Arbeca, por la carretera que conduce a les Borges Blanques (Lleida). Si otros detenidos eran estimados dignos de muerte por considerarlos personas «de orden», que asentaban su vida sobre fundamentos éticos que no compartían los milicianos, en el Siervo de Dios, a los valores éticos, se añadían también los propios de la moral evangélica. En el viaje hacia el lugar de la condena exhortó a la oración a sus compañeros detenidos y, en concreto, al arrepentimiento.

Llegados al terreno conocido como «el Pla» los hicieron descender del vehículo que los trasportaba. Esperaban allí reunidas varias decenas de gentes que procedían de diversos lugares, dispuestos a participar en la ejecución o al menos a presenciarla de cerca. Contra los prisioneros no se había formado proceso alguno.  Se cree que el Siervo de Dios tornó a exhortar a la plegaria a los demás detenidos. Una persona que pasaba por aquel lugar oyó que pronunciaba estas palabras: «En tus manos, Señor, encomiendo mi espíritu». Antes de matarlo lo asestaron un golpe en el rostro con una azada. Del impacto recibido le saltaron los dientes.

Con los impactos de las balas en sus cuerpos y, cuando al menos algunos, estaban todavía con vida, los rociaron con gasolina y los prendieron fuego. Se oyeron sus lamentos de dolor desde lejos. Aquella misma tarde partió de Lleida una crónica para el periódico barcelonés «La Rambla», en ella se ofrecía una versión de los hechos completamente alejada de la realidad. A los, en realidad, detenidos y conducidos en la caja de un camión al lugar de la ejecución, los presentaba dicho relato como atacantes fascistas apostados al borde de la carretera, a los que los milicianos que circulaban por allí se vieron obligados a repeler, causando entre ellos algunos muertos, entre otros, el médico de Arbeca, al que se mencionaba expresamente como agresor.

Los allegados a los muertos, con gran valentía y riesgo, pudieron reunir algunos restos que quedaron esparcidos por el lugar del asesinato. Más tarde, el 13 de agosto de 1940 colocaron las cenizas mezcladas de los fusilados en un monumento en forma de cruz que elevaron en el lugar del Pla. Allí se hallan hasta el día de hoy. La fama de martirio del Siervo de Dios comenzó a raíz del conocimiento de su muerte y ha ido aumentando con el paso del tiempo.

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Otros españoles a los altares:

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http://www.fluvium.org/textos/devocion/dev62.html

Dr. José Ramón Sordo Álvarez

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