Estos días hemos conocido por los medios de comunicación una noticia que algunos calificarán como “impactante”, “decepcionante” o, incluso, “vergonzosa”.
En efecto, el pasado 15 de septiembre, en la sede de la FAO, en Roma, cinco organismos del sistema de Naciones Unidas (FAO, FIDA, PMA, UNICEF, OMS), presentaron un informe bajo el título: “El Estado de la seguridad alimentaria y la nutrición en el mundo”. Según se puede leer en este extenso documento, en 2016, el hambre ha afectado a 815 millones de personas (el 11% de la población mundial). Están distribuidos del siguiente modo: 520 millones en Asia, 243 millones en África y 42 millones en Latinoamérica y el Caribe. Es realmente triste que, tras más de diez años de descenso, la cantidad de los que no tienen nada que comer ha vuelto a aumentar en nuestro mundo, cuando el único número que debería asociarse con el hambre tendría que ser el cero.
No es solo un incremento meramente estadístico (de unas décimas en unas gráficas). Si miramos el año precedente, de lo que estamos hablando es, nada más y nada menos, de un repunte de 38 millones. Sí, 38 millones de personas más que el año anterior se ven cruelmente golpeadas por el hambre. Entre los lugares donde se ha detectado un crecimiento mayor de esta lacra estarían Sudán del Sur (que ya ha sufrido varias hambrunas en los últimos años), la parte norte de Nigeria, Somalia y Yemen.
Me detengo en los tres adjetivos a los que me refería más arriba. La información suministrada es “impactante” porque no es cuestión de algoritmos sino de personas, de hombres y mujeres, de niños, que, al final del día, no tienen nada que llevarse a la boca. No son cifras, son más de 38 millones de seres humanos, de vidas truncadas, de criaturas vulnerables, de hijos de Dios, que padecen grave desnutrición. Es una noticia “decepcionante” porque supone reconocer que el objetivo que la ONU se fijó en 2015 de desterrar el hambre de la tierra para el año 2030 parece alejarse y complicarse. Aun queriendo ser optimistas, no cabe duda de que estos datos ponen de relieve que esa meta será muy difícil de cumplir si no hay un cambio de tendencia rápido y notorio, y el número de hambrientos en el mundo vuelve a decrecer. Lo que se lee en este informe es “vergonzoso” porque un flagelo tan lacerante, inhumano y doloroso, como es el hambre, da la impresión de ser invencible. Este documento no puede ser leído y archivado sin más. No. Ha de transformarse en un recordatorio, en una voz que clame en nuestra conciencia. Debe ser como una alarma que nos recuerde: millones (muchos millones) de personas viven sin lo más básico, sin el alimento mínimo para subsistir.
El informe no se contenta con enumerar fríamente los datos. Apunta a tres causas fundamentales que habrían provocado este hinchamiento de las cifras del hambre en el mundo. En este sentido, se menciona la desaceleración de la economía en ciertas zonas del planeta. Ello ha traído una serie de consecuencias en cadena y probablemente (aunque el documento no lo apunta de forma directa) ha provocado un descenso en los programas de ayuda y de solidaridad para con los más pobres. Asimismo, el informe indica otra causa importante: el cambio climático, que ha acentuado fenómenos naturales muy negativos para la agricultura como, por ejemplo, el calentamiento del Pacífico oriental ecuatorial (el célebre fenómeno de “El Niño”), que trae consigo sequías o inundaciones que deterioran nocivamente (o incluso destruyen totalmente) la producción agrícola. La tercera causa de este auge del hambre sería la multiplicación de conflictos armados en diversos países. Estos enfrentamientos conllevan todo un cortejo de males: destrucción de los campos y los medios de producción, contaminación, descenso de la población activa (los que podrían crear trabajo y riqueza), desvío de fondos para armamento, y -algo que el informe subraya de forma especial- la proliferación de grandes bolsas de refugiados que huyen de su patria casi sin nada y carentes incluso de lo más necesario, el alimento. En no pocas ocasiones, estos refugiados no son bien acogidos en otros países y siguen sufriendo -de forma muchas veces dramática- el hambre y otra serie de precariedades. El mundo parece seguir prefiriendo gastar en armas, en destrucción y en muerte, más que en alimentación y en vida, lo cual podría añadir otro adjetivo más a la lista anterior: “escandaloso”.
Ante estos datos, la primera consideración que se me ocurre es que no se puede permanecer impasible. Este documento no debe resbalarnos, como si fuera una noticia más, perdida entre la actualidad cotidiana de los periódicos. El informe de la ONU, más allá de los dígitos y las estadísticas, de las consideraciones políticas, más allá del análisis de las causas (todo ello, sin duda, necesario), debe interpelarnos seria y acuciantemente, debe ser un grito que nos despierte del sopor en el que vivimos, debe arrancarnos de la burbuja en la que a menudo nos mete nuestro egoísmo, para que no olvidemos que el hambre sigue ahí, provocando desolación, tristeza, amargura, muerte. Es inaceptable que, mientras en unas partes de nuestro planeta se tira la comida, se desperdicia ostentosamente, en otras azota el látigo de la falta de lo más esencial y se pisotea un derecho fundamental de todo ser humano: el acceso al alimento.
¿Qué podemos hacer? Mucho y de forma urgente. Ahora bien, ciertamente, lo que no podemos hacer es pensar que los datos suministrados por la ONU son meros titulares de prensa, que estarán visibles unos días y luego desaparecerán. No podemos tampoco quedarnos anclados en debates interminables o en discursos retóricos. No podemos tomar el camino de la evasión y los pretextos. Por supuesto, lo que no podemos hacer es perdernos en acusaciones estériles. El mundo no puede retirar su mirada de estos datos, como muchas veces ocurre, quizás porque mirar la realidad cuestiona nuestros modos de vida, muestra nuestra insensibilidad y nos echa en cara nuestro consumismo atroz.
Este documento de la ONU, en pleno siglo XXI, me parece que apunta a un fracaso de la humanidad. Una humanidad que, por una parte, ha llegado muy lejos en sus descubrimientos espaciales, una humanidad que ha partido el átomo en mil pedazos, una humanidad que ha logrado avances tecnológicos increíbles y que, sin embargo, no es capaz, o tal vez no quiera, acabar con un flagelo tan desgarrador como el hambre. Si no reaccionamos ante los datos de este informe, dentro de unos días (si no horas) la noticia habrá perdido importancia en los medios de comunicación social y tendremos que recurrir a internet para encontrarla. Y, desgraciadamente, todo seguirá igual, y los hambrientos seguirán existiendo por millones. Por eso, este informe está llamado, más que a subrayar el pesimismo, a hacer crecer la esperanza, la solidaridad y, especialmente, la voluntad de acabar con el hambre. Tenemos que vencerla de una vez por todas. Existen los medios, los análisis, las declaraciones. A todo esto, hay que sumar una mayor voluntad. Si todos juntos lo decidimos, podemos terminar con este problema. Por eso es fundamental que no se pierda este informe entre los muchos que se publican cada día, que no quede arrinconado en nuestras conciencias.
A ello nos ayuda el Papa Francisco, cuando destacaba “la íntima relación entre los pobres y la fragilidad del planeta” (LS, 16). No se puede ya ignorar que los problemas ecológicos afectan sobre todo a los más indigentes. Frente a una ecología reducida en sus planteamientos, el Santo Padre nos ha llamado la atención sobre una ecología integral y nos ha recordado en muy diversas ocasiones que son los pobres los que sufren particularmente los desastres naturales, las funestas secuelas del cambio climático. Todo ello, aderezado con la inequidad y la guerra, está creando las condiciones para que la lacra del hambre no solo no descienda sino que crezca, como evidencia el informe de las Naciones Unidas.
No nos enclaustremos en un derrotismo intimista, o en argucias mentales que lleven a pensar que el hambre es un problema que corresponde solucionar a los políticos y los gobernantes. Estos datos -si los tomamos con un mínimo de humanidad- nos invitan a todos a preguntarnos por nuestro modo de vida, por nuestros hábitos y por las repercusiones de los mismos en la situación mundial. En vez de escondernos tras vanas y efímeras excusas, hemos de continuar apoyando a aquellas instituciones (sociales, políticas y religiosas) que están plantándole cara al hambre, batallando incesantemente contra esta pesadilla, cuyos datos actualizados acaban de saltar a los medios de comunicación, pero que nos acompaña desde siempre.
“Deseo reconocer, alentar y dar las gracias a todos los que, en los más variados sectores de la actividad humana, están trabajando para garantizar la protección de la casa que compartimos. Merecen una gratitud especial quienes luchan con vigor para resolver las consecuencias dramáticas de la degradación ambiental en las vidas de los más pobres del mundo” (LS, 13). Que estas palabras del Sucesor de Pedro sirvan asimismo de acicate, de agradecimiento y de brújula, no solo a los que cuidan el medio ambiente, sino también a los que dedican sus vidas a erradicar el hambre en el mundo, con generosidad, constancia y entusiasmo.
Mons. Fernando Chica Arellano
Observador Permanente de la Santa Sede ante la FAO, el FIDA y el PMA.
(Publicado en el Osservatore Romano)
http://www.osservatoreromano.va/vaticanresources/pdf/SPA_2017_038_2209.pdf